Primer sábado de mayo. Son las cuatro de la mañana y tras una semana horrible de entregas y pruebas, Ana se declara sin ninguna culpa en completo estado de ebriedad: la próxima semana no tiene nada importante que hacer. Mañana no hay que levantarse temprano y gracias a una apuesta a Sergio le toca ser su esclavo (y asegurarse de que no cometa estupideces irreversibles y que llegue entera a su casa). Ana baila como si estuviera sobria; ningún paso torpe ni fuera de lugar, pura fluidez - porque si hay algo que sabe hacer por la gracia del señor, es bailar.
Hace veinte minutos que Juan la mira de lejos. No crean que es un acosador, no. La casualidad los puso en el mismo galpón, así como unas cuantas – más que menos – veces Victoria los ha puesto bajo el mismo techo. Se caen bien, de lo poco que han hablado. Es muy pronto para declararse amigos. Y Juan intenta reunir el coraje para bailar con la periodista.
Sin éxito.
Segundo miércoles de octubre. Ambos contemplan el techo de la pieza de Sergio. Es el tiempo muerto de la jornada de trabajo-estudio (distintas carreras, pero es lo de menos). Esperan que Sergio y su “amiga” de pedagogía vuelvan de comprar pan y unos cigarros que ninguno de los dos fuma. Ana piensa en su próxima entrega. Lleva invicta toda la carrera y le falta tan poco… Es una especie de tributo a Pablo Rojas; él siempre dijo que Ana saldría pronto (también predijo que estudiaría luego algo completamente diferente, pero eso ella no lo sabe). Entrecierra los ojos y se deja llevar por las profundidades de sus pensamientos. Juan le pregunta si piensa cortarse el pelo o lo dejará crecer. “No se. Tú qué piensas?”. No hay respuesta concluyente. Se limita a pasar los dedos por las puntas de su pelo es un gesto distraído. Piensa que si le molesta se lo hará saber. Juan ha visto que Ana y Sergio se mueven en ese terreno sin problemas. No es que le moleste verlos, solo le intriga.
Desde afuera se escucha el murmullo de los autos. Sergio se demora media vida en volver y a Ana no le incomoda. Total, la línea sigue definida y lejana, piensa. Aquí no hay intención de nada. Por lo menos no una que ella pueda ver.
Paréntesis:
Surge a veces la pregunta de que si Sergio y Ana se llevan tan bien, si confían tanto el uno en el otro y se complementan como un rompecabezas cómo es que no ha pasado nada entre ellos. Se cree que, a veces cuando dos personas se conocen y comprenden tanto ya no se pueden gustar. Quizás sea eso, o quizás es que ellos se conocieron para ser amigos.
Y es que no hay peligro de cruzar esa delgada línea entre “amigos” y “algo más” cuando la dichosa división no existe, pues “algo más” no va a ocurrir (sería como enamorarse de tu herman@…). Lo más cerca que estuvieron de inventar una línea imaginaria fue en tercero medio, en una fiesta en la que el par de santos recién aprendían a tomar. La cosa fue que entre la confusión del momento y la bruma del alcohol se besaron. Después se quedaron mirando durante dos canciones y media, sorprendidos de no haber sentido absolutamente nada – como besar una pared. Estuvieron riéndose hasta que les dio hipo. No les tomó mucho entender que no había más opción que la amistad y eso les sentaría de maravilla. Aún se ríen de esa anécdota secreta.
Cierra paréntesis
Tercer Domingo de Febrero. El antiguo departamento de Pablo Rojas, antes de Julián Rojas y ahora de Ana, se refresca con las ventanas abiertas y la brisa esparce el olor a pintura, mezclándolo y diluyéndolo por todas partes. En la sala, echados sobre el parquet, intentan palear el calor de las tres de la tarde. Entre risas deciden que deberían dejar las aulas y los laboratorios, pues no hay nadie mejor que ellos pintando muros. Más tarde tendrán una guerra de brochas.
Juan la mira y no logra acostumbrarse a verla sonreír. Debe tener cuidado de no dar atisbos de nada… por ahora se conforma con su sonrisa ocasional.
Han bautizado las tres habitaciones por obviedad: la pieza verde, la amarilla y la gris.
Cuarto viernes de julio. Hace un frío de mierda a esas horas de la noche. Hace quince minutos que Victoria desapareció con un argentino y del resto no se sabe. Ana y Juan salen a la terracita del pub en busca del aire fresco y helado. Él lo ha pensado mucho, ha buscado las señas y tras creerlas ahí, se ha decidido. De un segundo a otro Ana se pone nerviosa porque siente diferente a Juan, y no se da cuenta hasta que sus bocas están demasiado cerca.
Esa noche Juan rompió una regla primordial, pues hizo casi la única cosa que los buenos amigos nunca deben hacer: cruzó la línea.
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