Hoy no llueve. Ana tiene dieciséis años. Su pelo llega hasta los hombros y parece que alguien trató de alisarlo y peinarlo a la rápida. Pero no ella. No; Ana calculó bien la hora de salida, se arregló cuidadosamente y estuvo lista a tiempo, pero su madre insistió a última hora de que su pinta no era la más adecuada para la ocasión.
Hoy hay nubes blanquecinas en el cielo. Los pájaros cantan una primavera cada vez más cercana. En la carretera no había ni un alma y el cortejo, a pesar de todo, no tuvo tiempo de llegar tarde.
Hoy domingo Ana y Juan se toparán por casualidad en el funeral de Pablo Rojas.
La verdad es que Juan ya la ha visto antes. A la rápida, furtivamente. Él y Victoria asisten a clases de música con el mismo profesor (él violín, ella cello) en un pequeño instituto a diez minutos de la casa de las hermanas. A veces Ana la espera después de clases. Eso si, nunca conversa con nadie, así que solo ha podido mirarla de reojo cuando cruza el umbral. Siempre va de uniforme. Le pica la incertidumbre de creer que creer que ella también lo mira a escondidas.
Así mismo, es verdad que Ana nunca lo ha mirado directo a la cara en sus breves estadías en la salita de estar. Ha escuchado de él de la boca de Victoria (tal como de todo aquel que conoce su hermana). Hay una complicidad extraña en esta relación entre desconocidos: ambos esperan a que el otro tome la primera palabra, y saben que por eso mismo nunca se van a hablar. “Quizás pase algo que le obligue, o quizás no. Y eso estaría bien”, piensan cada uno a su modo.
Juan no llegó hasta el cementerio por Pablo Rojas. Para él es el aniversario de muerte de su Tata. Ocurrió que de vuelta cree ver el cabello de oro de Victoria entre la gente. Sería correcto acercarse. Después de todo, son amigos.
Hoy Ana no tiene oídos para nada ni nadie. Una pequeña porción de su cerebro se encarga del sencillo acto de responder cuando se le llama. El resto de Ana no está presente. Tampoco tiene ojos para nadie: no ve al cura, ni a las personas de terno y corbata que no reconoce. No ve a su madre ni a sus tres hermanastros – aunque siente la mano de Toño en la suya – ni a su padre, que se para lejos como el espectador ajeno que es. Ni siquiera ve a Victoria, a Sergio o a sus otras amigas del colegio que la acompañan. No, mundo. Nada de lo que puedas ofrecer importa para Ana, salvo el pulcro ataúd con flores y todo lo que él implica.
La gente se mueve, comienza a volver – a sus autos, a sus vidas – y los rezagados los imitan despacio. Toño está ahora en los brazos de su madre. Julia Rojas abraza a Paola y a Victoria, que todavía lloran. Ana no. Ya lloró a su padrastro encerrada en el baño de su casa. Lo lloró cuando entendió lo inútil de los fármacos o de cualquier médico en el planeta. Ana se mantiene firme; ya lloró lo inexorable.
Entonces levanta la mirada del suelo y cae en un par de ojos que la están mirando. Pronto será primavera y – cada uno a su manera – lamentan el hecho de que alguien tuvo que morir para que ellos pudieran verse.
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