Hoy no llueve. Ana tiene dieciséis años. Su pelo llega hasta los hombros y parece que alguien trató de alisarlo y peinarlo a la rápida. Pero no ella. No; Ana calculó bien la hora de salida, se arregló cuidadosamente y estuvo lista a tiempo, pero su madre insistió a última hora de que su pinta no era la más adecuada para la ocasión.
Hoy hay nubes blanquecinas en el cielo. Los pájaros cantan una primavera cada vez más cercana. En la carretera no había ni un alma y el cortejo, a pesar de todo, no tuvo tiempo de llegar tarde.
Hoy domingo Ana y Juan se toparán por casualidad en el funeral de Pablo Rojas.
La verdad es que Juan ya la ha visto antes. A la rápida, furtivamente. Él y Victoria asisten a clases de música con el mismo profesor (él violín, ella cello) en un pequeño instituto a diez minutos de la casa de las hermanas. A veces Ana la espera después de clases. Eso si, nunca conversa con nadie, así que solo ha podido mirarla de reojo cuando cruza el umbral. Siempre va de uniforme. Le pica la incertidumbre de creer que creer que ella también lo mira a escondidas.
Así mismo, es verdad que Ana nunca lo ha mirado directo a la cara en sus breves estadías en la salita de estar. Ha escuchado de él de la boca de Victoria (tal como de todo aquel que conoce su hermana). Hay una complicidad extraña en esta relación entre desconocidos: ambos esperan a que el otro tome la primera palabra, y saben que por eso mismo nunca se van a hablar. “Quizás pase algo que le obligue, o quizás no. Y eso estaría bien”, piensan cada uno a su modo.
Juan no llegó hasta el cementerio por Pablo Rojas. Para él es el aniversario de muerte de su Tata. Ocurrió que de vuelta cree ver el cabello de oro de Victoria entre la gente. Sería correcto acercarse. Después de todo, son amigos.
Hoy Ana no tiene oídos para nada ni nadie. Una pequeña porción de su cerebro se encarga del sencillo acto de responder cuando se le llama. El resto de Ana no está presente. Tampoco tiene ojos para nadie: no ve al cura, ni a las personas de terno y corbata que no reconoce. No ve a su madre ni a sus tres hermanastros – aunque siente la mano de Toño en la suya – ni a su padre, que se para lejos como el espectador ajeno que es. Ni siquiera ve a Victoria, a Sergio o a sus otras amigas del colegio que la acompañan. No, mundo. Nada de lo que puedas ofrecer importa para Ana, salvo el pulcro ataúd con flores y todo lo que él implica.
La gente se mueve, comienza a volver – a sus autos, a sus vidas – y los rezagados los imitan despacio. Toño está ahora en los brazos de su madre. Julia Rojas abraza a Paola y a Victoria, que todavía lloran. Ana no. Ya lloró a su padrastro encerrada en el baño de su casa. Lo lloró cuando entendió lo inútil de los fármacos o de cualquier médico en el planeta. Ana se mantiene firme; ya lloró lo inexorable.
Entonces levanta la mirada del suelo y cae en un par de ojos que la están mirando. Pronto será primavera y – cada uno a su manera – lamentan el hecho de que alguien tuvo que morir para que ellos pudieran verse.
lunes, 29 de marzo de 2010
(Im) prudencia III
Doscientos veinte pesos en lo que va de tarde. Floja tarde (más aún si la mitad de eso lo puso él). Tampoco es su día más brillante y el violín resiente los cambios de temperatura. Se despertó con caña y aún le duele la cabeza. Necesita un cigarro…
Sin previo aviso una moneda cae en el estuche, y él ya no toca. Raro. Desde su posición en el suelo se fija en el par de zapatillas que tiene enfrente. La duela de los pies lo mira con sus ojos castaños, esperando respuesta. Hace un rato se sintió observado y ahora entiende por qué. Se le escapa una sonrisa de pura sorpresa.
-Tocando en la calle, Fito… - chasquea la lengua, su tono de desaprobación le da risa. Hace siglos que nadie le dice Fito. – ¿Qué diría el profe Amadeo, oh santo patrono de la música, si te viera así?
-Con lo ciego que debe estar ni cagando me reconoce. Ojala me deje cien pesos, que sea-
Se miran y se largan a reír. Juan (por qué “Fito” es un misterio) se levanta, se abrazan y ambos se sientan en el suelo. Victoria le ofrece un cigarro y caen en el proceso de contarse la vida.
Si Victoria es de trigo, Juan es café con leche. El pelo corto es manso y se revuelve con la corriente. Como siempre, los pantalones parecen tener años encima y la camisa se arremanga hasta los codos. De chico se rompió la nariz andando en bicicleta, aunque hay que fijarse para notarlo. No lleva barba ni bigote; eso le da el aire del estudiante desaliñado que fue antes, incluso ahora que roza los treinta.
Media hora después Victoria pone cara de frío, de “me vestí en plan de voy y vuelvo” y que la polerita sin mangas no funciona a la sombra. Le propone que vayan al departamento que comparte con una amiga y así conversan con calma.
Caminan lento en contra del gentío. Juan le cuenta que está de profesor de historia y de música en un colegio de monjas, y que un par de alumnas le coquetean con descaro. Tallas van, tallas vienen. En la puerta Victoria se da cuenta de que olvidó la llave y tendrá que tocar el timbre. Pifia. No importa, se tiene confianza; Mario ha quedado – por ahora – en el más completo olvido.
A Juan algo le incomoda, pero prefiere hacerse el loco. No todos los días se encuentra uno con… El pensamiento queda a medias, se le cae la mandíbula: la “amiga” de Victoria acaba de abrirles la puerta y pone cara de pánico al verlo al otro lado del umbral. Se da cuenta del “plan” y se siente estafado. ¿Cómo no mencionar a Ana en todo ese rato? Claro… la conversación no había terminado.
Ana sigue igual. Un poco más flaca, el pelo más corto, pero sigue cargando el peso en una pierna, se fija, y sigue teniendo esos ojos pardos en los que podría perderse si no tiene cuidado. Recupera un poco de compostura conforme ella pierde el color de las mejillas en los escasos segundos de silencio. Finalmente, Victoria avanza. Él la sigue como un autómata un par de pasos y cuando ella se disculpa y se va, se siente estúpido. Duda si saludarla o no de beso. Ella se salta la parte del saludo y lo conduce a la sala. Hablan de cualquier cosa, incómodos. Le pregunta si quiere algo. Él responde que no, pero bueno ya, un café. No tiene que recordarle que le gusta dulce, con tres de azúcar, ella aún lo recuerda. Silencio. Escucha una puerta abrirse: hay alguien más. Alguien que ocupa una pieza. ¿Tendrá pololo? (realmente va a matar a Victoria cuando la vuelva a ver). No, es Sergio. Contiene un suspiro de alivio, por que Sergio viene a su rescate.
No mira su reloj, pero sabe que es tarde y debe irse. Quiere irse. Sergio lo acompaña afuera, hasta las escaleras. Se estrechan la mano otra vez y comparten una mirada de “lo siento… ya sabes como es Victoria”. Lo sigue con la mirada hasta que él entra al departamento. “Uf”. Está tentado a dejarse caer ahí mismo, pero le da susto que su amiga lo encuentre y lo obligue a volver. Camina a paso rápido hasta el metro y lamenta nuevamente la falta de cigarros. En eso se pone a pensar.
Está conciente de que cualquier encuentro, más uno como ese, habría sido chocante para ella, pero no esperaba que tanto! Hoy estuvo catatónica, fue un zombie. Llegué en mal momento, se apuesta, no le di tiempo de buscarse otra fachada más dueña de si misma. Se siente mal por eso. Piensa en lo guapa que estaba, aún en shock, y se ríe de si mismo por pensar en eso. Ellos no se ven ni se hablan, pero Juan nunca le perdió el rastro. A veces pregunta por ella, sutilmente, a algún conocido para saber cómo está. Lee sus artículos y está atento por si publica algo más. Hace dos años la vio en el metro y la siguió de lejos hasta el cambio de línea. Después de eso se sintió una mierda.
Todo ese tiempo le dio vueltas al asunto. Lo hace ahora llegando a su casa después de sentirla ausente tanto tiempo, y se vuelve a preguntar esas seis palabras malditas.
En otra parte, acurrucada en un sillón, Ana también piensa en uno de sus calvarios de siempre. Se estruja los sesos en busca de esa respuesta que no encontrará nunca:
“¿Qué fue lo que hicimos mal?”.
Sin previo aviso una moneda cae en el estuche, y él ya no toca. Raro. Desde su posición en el suelo se fija en el par de zapatillas que tiene enfrente. La duela de los pies lo mira con sus ojos castaños, esperando respuesta. Hace un rato se sintió observado y ahora entiende por qué. Se le escapa una sonrisa de pura sorpresa.
-Tocando en la calle, Fito… - chasquea la lengua, su tono de desaprobación le da risa. Hace siglos que nadie le dice Fito. – ¿Qué diría el profe Amadeo, oh santo patrono de la música, si te viera así?
-Con lo ciego que debe estar ni cagando me reconoce. Ojala me deje cien pesos, que sea-
Se miran y se largan a reír. Juan (por qué “Fito” es un misterio) se levanta, se abrazan y ambos se sientan en el suelo. Victoria le ofrece un cigarro y caen en el proceso de contarse la vida.
Si Victoria es de trigo, Juan es café con leche. El pelo corto es manso y se revuelve con la corriente. Como siempre, los pantalones parecen tener años encima y la camisa se arremanga hasta los codos. De chico se rompió la nariz andando en bicicleta, aunque hay que fijarse para notarlo. No lleva barba ni bigote; eso le da el aire del estudiante desaliñado que fue antes, incluso ahora que roza los treinta.
Media hora después Victoria pone cara de frío, de “me vestí en plan de voy y vuelvo” y que la polerita sin mangas no funciona a la sombra. Le propone que vayan al departamento que comparte con una amiga y así conversan con calma.
Caminan lento en contra del gentío. Juan le cuenta que está de profesor de historia y de música en un colegio de monjas, y que un par de alumnas le coquetean con descaro. Tallas van, tallas vienen. En la puerta Victoria se da cuenta de que olvidó la llave y tendrá que tocar el timbre. Pifia. No importa, se tiene confianza; Mario ha quedado – por ahora – en el más completo olvido.
A Juan algo le incomoda, pero prefiere hacerse el loco. No todos los días se encuentra uno con… El pensamiento queda a medias, se le cae la mandíbula: la “amiga” de Victoria acaba de abrirles la puerta y pone cara de pánico al verlo al otro lado del umbral. Se da cuenta del “plan” y se siente estafado. ¿Cómo no mencionar a Ana en todo ese rato? Claro… la conversación no había terminado.
Ana sigue igual. Un poco más flaca, el pelo más corto, pero sigue cargando el peso en una pierna, se fija, y sigue teniendo esos ojos pardos en los que podría perderse si no tiene cuidado. Recupera un poco de compostura conforme ella pierde el color de las mejillas en los escasos segundos de silencio. Finalmente, Victoria avanza. Él la sigue como un autómata un par de pasos y cuando ella se disculpa y se va, se siente estúpido. Duda si saludarla o no de beso. Ella se salta la parte del saludo y lo conduce a la sala. Hablan de cualquier cosa, incómodos. Le pregunta si quiere algo. Él responde que no, pero bueno ya, un café. No tiene que recordarle que le gusta dulce, con tres de azúcar, ella aún lo recuerda. Silencio. Escucha una puerta abrirse: hay alguien más. Alguien que ocupa una pieza. ¿Tendrá pololo? (realmente va a matar a Victoria cuando la vuelva a ver). No, es Sergio. Contiene un suspiro de alivio, por que Sergio viene a su rescate.
No mira su reloj, pero sabe que es tarde y debe irse. Quiere irse. Sergio lo acompaña afuera, hasta las escaleras. Se estrechan la mano otra vez y comparten una mirada de “lo siento… ya sabes como es Victoria”. Lo sigue con la mirada hasta que él entra al departamento. “Uf”. Está tentado a dejarse caer ahí mismo, pero le da susto que su amiga lo encuentre y lo obligue a volver. Camina a paso rápido hasta el metro y lamenta nuevamente la falta de cigarros. En eso se pone a pensar.
Está conciente de que cualquier encuentro, más uno como ese, habría sido chocante para ella, pero no esperaba que tanto! Hoy estuvo catatónica, fue un zombie. Llegué en mal momento, se apuesta, no le di tiempo de buscarse otra fachada más dueña de si misma. Se siente mal por eso. Piensa en lo guapa que estaba, aún en shock, y se ríe de si mismo por pensar en eso. Ellos no se ven ni se hablan, pero Juan nunca le perdió el rastro. A veces pregunta por ella, sutilmente, a algún conocido para saber cómo está. Lee sus artículos y está atento por si publica algo más. Hace dos años la vio en el metro y la siguió de lejos hasta el cambio de línea. Después de eso se sintió una mierda.
Todo ese tiempo le dio vueltas al asunto. Lo hace ahora llegando a su casa después de sentirla ausente tanto tiempo, y se vuelve a preguntar esas seis palabras malditas.
En otra parte, acurrucada en un sillón, Ana también piensa en uno de sus calvarios de siempre. Se estruja los sesos en busca de esa respuesta que no encontrará nunca:
“¿Qué fue lo que hicimos mal?”.
(Im) Prudencia II
Ana se queda con la mano en la manilla, como evaluando la posibilidad de cerrar la puerta que acaba de abrir. Son las seis de la tarde con ocho minutos y cualquiera que la vea en este momento pensará que su mente está completamente en blanco (o que rompió un aneurisma). Todo lo contrario, su cerebro es un hervidero de pensamientos, imágenes y sonidos; Está odiando profundamente a su hermana, junto a su impulsividad y su falta de tacto. Siente el pánico en las rodillas y una dicha extraña en la boca del estomago (esa propia de los sueños en que se piensa “maravilloso; pero menos mal que esto NO está pasando”) que bien podrían ser nauseas. Una voz mental llena de autoridad la obliga a mantenerse ahí en una pieza (sino, habría huido).
(Las expresiones faciales de Ana son sutiles, sutilísimas, cuando la emoción no es completamente obvia. Aún con esto, en los cuatro segundos de silencio frente a la puerta habría que ser estúpido para no poder leerle la cara.)
-Pasa, pasa – por cuatro segundos Victoria parece ser absolutamente estúpida – Ana, mira a quién me encontré en el metro. Nunca lo hubiese pensado. El destino a veces es tan… - “Macabro”, piensa Ana. La rubia entra como si nada seguida de su acompañante, que primero duda y luego la sigue por inercia más que por voluntad.
-En el kiosco de siempre no quedaban diarios, así que voy a buscar plata y salgo de nuevo. Y les traigo pancito también-.
Ana ya no la escucha. Un pedacito de su cerebro entiende que ella recoge el vuelto de alguna cosa de la cocina, que cierra la puerta al irse y adivina que se sonríe satisfecha. Una estrellita en la mano para Victoria, por su maldita acción del día.
Asume que lo invita a pasar a la sala y que él la sigue. “Perdona el desorden”, “tanto tiempo”, “cómo te ha ido”… ambos entablan una conversación superficial – como sus sonrisas – llena de fórmulas de cortesía y lugares comunes. No sabe cómo, pero de repente cada uno tiene una taza en la mano y se sientan en el único sillón largo de la estancia. La ironía se le sale incluso sin abrir la boca, no lo puede evitar: ¿De qué hablan dos seres humanos que no se han comunicado entre si en casi tres años?
Se sobresalta cuando Sergio aparece. Lleva pantalones esta vez y se ve impecable, recién duchado, aunque sigue descalzo. Se acerca con una sonrisa creíble, estrecha la mano del invitado y en poco tiempo arman una conversación como la gente. Amistades comunes, trabajo, aficiones, múltiples temas desfilan por sus oídos sin entenderse. Se guardan para digerirse, pero más tarde. Horas después Ana tratará de recordar qué fue de ella todo ese rato y el borrazo será comparable al peor despertar de domingo por la tarde.
Diez para las ocho vuelve a saberse sola y su sistema se pone en marcha. Sergio acaba de despedir al invitado, entra al departamento, cierra y al verla en su cara se mezclan el alivio y la irritación. Vuelven al sillón y no dicen nada; ambos planean detalladamente cómo torturar a Victoria cuando se digne a dar la cara.
(Las expresiones faciales de Ana son sutiles, sutilísimas, cuando la emoción no es completamente obvia. Aún con esto, en los cuatro segundos de silencio frente a la puerta habría que ser estúpido para no poder leerle la cara.)
-Pasa, pasa – por cuatro segundos Victoria parece ser absolutamente estúpida – Ana, mira a quién me encontré en el metro. Nunca lo hubiese pensado. El destino a veces es tan… - “Macabro”, piensa Ana. La rubia entra como si nada seguida de su acompañante, que primero duda y luego la sigue por inercia más que por voluntad.
-En el kiosco de siempre no quedaban diarios, así que voy a buscar plata y salgo de nuevo. Y les traigo pancito también-.
Ana ya no la escucha. Un pedacito de su cerebro entiende que ella recoge el vuelto de alguna cosa de la cocina, que cierra la puerta al irse y adivina que se sonríe satisfecha. Una estrellita en la mano para Victoria, por su maldita acción del día.
Asume que lo invita a pasar a la sala y que él la sigue. “Perdona el desorden”, “tanto tiempo”, “cómo te ha ido”… ambos entablan una conversación superficial – como sus sonrisas – llena de fórmulas de cortesía y lugares comunes. No sabe cómo, pero de repente cada uno tiene una taza en la mano y se sientan en el único sillón largo de la estancia. La ironía se le sale incluso sin abrir la boca, no lo puede evitar: ¿De qué hablan dos seres humanos que no se han comunicado entre si en casi tres años?
Se sobresalta cuando Sergio aparece. Lleva pantalones esta vez y se ve impecable, recién duchado, aunque sigue descalzo. Se acerca con una sonrisa creíble, estrecha la mano del invitado y en poco tiempo arman una conversación como la gente. Amistades comunes, trabajo, aficiones, múltiples temas desfilan por sus oídos sin entenderse. Se guardan para digerirse, pero más tarde. Horas después Ana tratará de recordar qué fue de ella todo ese rato y el borrazo será comparable al peor despertar de domingo por la tarde.
Diez para las ocho vuelve a saberse sola y su sistema se pone en marcha. Sergio acaba de despedir al invitado, entra al departamento, cierra y al verla en su cara se mezclan el alivio y la irritación. Vuelven al sillón y no dicen nada; ambos planean detalladamente cómo torturar a Victoria cuando se digne a dar la cara.
miércoles, 17 de marzo de 2010
Para Celeste
Si me preguntaran ahora mismo dónde nos encontrábamos diría, y creo que sin equivocarme, que en el fin del mundo. Tanto en geografía como en todo lo demás.
El amanecer era inminente y tras huir toda la noche se nos acababa el tiempo, o mejor dicho, mi tiempo era el que estaba por terminar. Celeste no parecía preocuparse demasiado por plazos o compromisos de cualquier especie, tan terrenales para su existencia etérea.
Si me preguntaran quién es Celeste, diría (esta vez con toda seguridad) que ella no es de aquí. Es mi hermana pero, si bien nacimos juntos, no es hija de mi madre. Lo puedo ver en sus ojos de cielo.
Desde el primer momento en que nos pusieron en la misma cuna no nos separarnos jamás. Ni cuando jugábamos en el barro, ni cuando yo me metía en problemas, ni cuando ella parecía despegar sus piesecitos de la realidad, ni cuando entramos en la Sociedad de los Nómadas… Por desgracia creo que esta será nuestra última travesía en conjunto; la hechicera y su guardaespaldas en el último acto del desenfrenado teatro que fueron nuestras vidas.
Finalmente los sentí en el suelo como un terremoto rugiendo hacia nosotros. La huida tan solo nos había dado estos instantes de ventaja, nada más. No tenía sentido pensar en eso: ahora era el momento de luchar, de sacar mi espada y protegerla de la horda que se nos echaría encima, y del abismo que nos acariciaba a espalda. Por el rabillo de mis ojos pude ver sus manos comenzando a temblar y luego quedarse quietas como cada vez que se concentraba al máximo al pronunciar un hechizo. Al instante la hoja de mi espada comenzó a brillar como si estuviese al rojo vivo. Un conjuro ofensivo, uno fuerte… Celeste no estaba para evasivas; encararía a la muerte con tanta o más determinación que yo. Sin embargo, eso no estaba en mis planes. Claro que no lo permitiría; protegerla era mi misión en este mundo. Estaba seguro de eso y para conseguirlo guardé un as bajo mi manga. Ella era la bruja, por supuesto, pero no fue la única que aprendió magia. Torpe, quizás… Ineficiente, la mayoría de las veces, pero este no me iba a fallar; lo había ensayado miles de veces para que saliera a la perfección a pesar de mis escasos dotes en estas artes. Supongo que ella pensó que intentaba intensificar su hechizo cuando empecé a recitar por lo que no perdió su calma infinita, e incluso logró mantener la concentración cuando se dio cuenta de lo que realmente estaba haciendo.
Luego, todo sucedió muy rápido. El aliento de nuestros atacantes rozándonos el rostro. Mi espada incandescente hundiéndose en la tierra, desmoronándolo todo. Y los ojos de Celeste… por todos los Dioses, bendita sea esa mirada suya.
Si me preguntaran cómo me sentí en el momento en que el suelo desapareció bajo mis pies, diría sin pensarlo dos veces que feliz. Feliz de haberla salvado y llevarme a todo un ejercito conmigo hacia el abismo. Orgulloso, también, de cumplir con mi propósito sin echar pie atrás a la hora de mirar a la muerte a los ojos. E inmensamente triste, cuando vi en su rostro una única lagrima derramada para mí.
El amanecer era inminente y tras huir toda la noche se nos acababa el tiempo, o mejor dicho, mi tiempo era el que estaba por terminar. Celeste no parecía preocuparse demasiado por plazos o compromisos de cualquier especie, tan terrenales para su existencia etérea.
Si me preguntaran quién es Celeste, diría (esta vez con toda seguridad) que ella no es de aquí. Es mi hermana pero, si bien nacimos juntos, no es hija de mi madre. Lo puedo ver en sus ojos de cielo.
Desde el primer momento en que nos pusieron en la misma cuna no nos separarnos jamás. Ni cuando jugábamos en el barro, ni cuando yo me metía en problemas, ni cuando ella parecía despegar sus piesecitos de la realidad, ni cuando entramos en la Sociedad de los Nómadas… Por desgracia creo que esta será nuestra última travesía en conjunto; la hechicera y su guardaespaldas en el último acto del desenfrenado teatro que fueron nuestras vidas.
Finalmente los sentí en el suelo como un terremoto rugiendo hacia nosotros. La huida tan solo nos había dado estos instantes de ventaja, nada más. No tenía sentido pensar en eso: ahora era el momento de luchar, de sacar mi espada y protegerla de la horda que se nos echaría encima, y del abismo que nos acariciaba a espalda. Por el rabillo de mis ojos pude ver sus manos comenzando a temblar y luego quedarse quietas como cada vez que se concentraba al máximo al pronunciar un hechizo. Al instante la hoja de mi espada comenzó a brillar como si estuviese al rojo vivo. Un conjuro ofensivo, uno fuerte… Celeste no estaba para evasivas; encararía a la muerte con tanta o más determinación que yo. Sin embargo, eso no estaba en mis planes. Claro que no lo permitiría; protegerla era mi misión en este mundo. Estaba seguro de eso y para conseguirlo guardé un as bajo mi manga. Ella era la bruja, por supuesto, pero no fue la única que aprendió magia. Torpe, quizás… Ineficiente, la mayoría de las veces, pero este no me iba a fallar; lo había ensayado miles de veces para que saliera a la perfección a pesar de mis escasos dotes en estas artes. Supongo que ella pensó que intentaba intensificar su hechizo cuando empecé a recitar por lo que no perdió su calma infinita, e incluso logró mantener la concentración cuando se dio cuenta de lo que realmente estaba haciendo.
Luego, todo sucedió muy rápido. El aliento de nuestros atacantes rozándonos el rostro. Mi espada incandescente hundiéndose en la tierra, desmoronándolo todo. Y los ojos de Celeste… por todos los Dioses, bendita sea esa mirada suya.
Si me preguntaran cómo me sentí en el momento en que el suelo desapareció bajo mis pies, diría sin pensarlo dos veces que feliz. Feliz de haberla salvado y llevarme a todo un ejercito conmigo hacia el abismo. Orgulloso, también, de cumplir con mi propósito sin echar pie atrás a la hora de mirar a la muerte a los ojos. E inmensamente triste, cuando vi en su rostro una única lagrima derramada para mí.
lunes, 15 de marzo de 2010
(Im) Prudencia I
Ana tiene un departamento antiguo de tres dormitorios que heredo de su padrastro y vive sola la mayoría del tiempo. O al menos en teoría. De tanto en tanto le llega gente: familia, amigos, amigos de sus amigos…
Hoy se contorsiona para sacar las llaves de la mochila sin dejar caer la bolsa del almacén y las cartas – cuentas, gastos comunes y una postal de Aguas Andinas – que lleva precariamente en los brazos. Deja los sobres en el suelo, junto al teléfono y entra a la cocina. Le quita la botella de vodka a Victoria, la deja destapada en la encimera junto al resto de las cosas y de la mano la arrastra como a un zombie hacia el baño. Todo lo hace con movimientos continuos y precisos, empezando uno antes que el otro termine. Como rutina, pero no lo es; Ana suele moverse con esa seguridad amedrentadora. Victoria se deja desvestir cual muñeca de trapo. La otra la mete a la ducha cuando el agua sale tibia. Junta la puerta, por el vapor, y se va a hacer almuerzo. Entremedio saca ropa limpia de la escuálida maleta de Victoria y la deja en el pisito negro del baño. Corta el agua y la envuelve en una toalla. “vístete, que vamos a comer”.
Ana es licenciada en periodismo y técnico bioquímico; lo primero mas que nada para vengarse de su madre y lo segundo por gusto. Siente una adoración infinita hacia las letras (per se) y le dan miedo los pelícanos. Se gana la vida haciendo críticas – a bares, libros, películas – y de vez en cuando publica algo en la editorial. Los miércoles y los viernes trabaja en el laboratorio del hospital desde las 8. En su cuenta reposan los rescoldos de la herencia de su padrastro, un medico internista fallecido ya hace once años.
Victoria juega con lo que le queda de fideos, moviéndolos de un lado a otro del plato con el tenedor. Aún se siente borracha, aunque mucho menos. De a poco recupera el control, se dice. El pelo claro se junta en mechones – por la ducha – y amenazan con meterse en su plato. Ana a no ha dicho nada. No tendrá nada que decir, piensa, así es ella. Aunque quizás esta esperando: quiere que este bien sobria para no tener que retarme dos veces. Se le antoja el vodka de la cocina, pero cada vez esta más duela de si misma y le duelen las tripas. También le duele la cara de puro pensar en mirar a Ana.
Algunos de los que frecuentan en piso lo consideran una especie de refugio; para guarecerse del trabajo, del clima, del carrete (pres y afters), de una crisis o, mas abstracto, de la realidad. A Ana eso le da risa, aunque no se ria (Ana no se ríe muy seguido). Ella no es ninguna enfermera, no es psicólogo ni asistente social (y menos eso último: social). Ella escribe y lee y prepara cultivos en plaquitas de vidrio. Y aun así la gente toca a su puerta en busca de cobijo. No es que le moleste, aunque casi siempre se la vea hosca. Antes le daba curiosidad, pero hace meses que lo tiene internalizado en su sistema. Los que llegan se someten a sus mínimas pero estrictas normas de convivencia, y el que no, ya sabe donde esta la puerta. No es difícil. Ella lo hace directo, serio, silencios. Simple. Como Ana.
El día anterior Victoria llego a eso de las siete y media e la tarde. Su ahora Ex la había dado de baja – por otra, dice ella – en un confuso revuelo de justificaciones y recriminaciones. La humillo. El golpe la pillo desprevenida entre un “cambio” de trabajo y la regla. Lloro, grito, destripo a insultos al pobre diablo, se comió un litro de helado de pistacho, lloro otra vez y se curo con vodka naranja. A las tres de la mañana vomito la vida en la tasa del baño mientras Ana le sostenía la cabeza y le limpiaba la boca con confort. En general, Ana sabe – intuye – lo que necesita cada uno cuando se le hunde el barco (ella no solo LEE libros ni ESCUCHA música (es melómana); es una teoría del por qué le llegan esos pajaritos dejados de la mano de Dios).
Ahora se acurruca junto al ventanal para aprovechar la luz. Toma el primer libro que pilla de entre los cientos que hay apilados aquí y allá en todo el departamento. En el equipo suena la cuarta, la pastoral. Victoria se acerca y la observa hasta que le devuelven una mirada neutra.
Victoria nació de trigo, mientras que su hermana menor es una castaña cruda. Ahora esta flaca, tal vez demasiado, después de años de esfuerzo. Ella no tiene tanta voluntad, pero si un mejor metabolismo. Su único titulo es el de secretaria. “Yo hablo fuerte y harto, por las dos. A ti te toco ser la inteligente. Con lo tuyo a mi me basta”, había dicho una vez. Ahora la mira y repite el pensamiento, con otras palabras, y la genética le parece injusta.
-Mírame – dice Ana – Te llamas Victoria Valdés del Carmen, eres mi hermana y estas en mi cas por que ayer terminaste con Mario. Eres alérgica a la penicilina y al pasto. En dos meses cumples 30 y el próximo martes tienes hora al ginecólogo a las 10. –
Victoria se toma su tiempo para degustar la realidad. Aun le duele, pero es necesario. Son cosas importantes, piensa, cosas que se me pueden pasar con la caña. Ana lo sabe. La vuelta al mundo podrá ser cruda, pero es efectiva y absolutamente necesaria. (Nuevamente) como Ana.
Cambia el peso del cuerpo hacia el muro. Espera un sermón que ruega no llegue nunca. Ella había jurado ley seca; llevaba sobria tanto tiempo…
- Si quieres dormir anda a la pieza verde, que Sergio esta en la amarilla y no hay que molestarlo. Te voy a despertar a las cinco para que compres el diario y te buscamos pega. –
Dicho esto vuelve la cara junto con toda su atención hacia el libro que sostienen sus piernas cruzadas. Victoria repite el plan en su mente. Si, eso hará. Se va camino a la pieza verde dejando atrás la pregunta de qué haría sin su hermana.
El “clic” de la puerta al cerrarse es sutil, aunque innecesario para saberse – por fin- sola en la sala. Ana deja el libro a un lado y se limita a mirar por la ventana. Tiene otra vez esa especie de absceso emocional. Se pregunta por qué no puede ser como la gente normal, como Victoria, cuando se siente así. No se, poner caras, quejarse, llorar, invadir casas ajenas, emborracharse… el tipo de cosas que hace todo el mundo cuando se va a la mierda. Ella no; eso le da el magnifico aspecto de un mármol incorruptible e infatigable. Pero bien sabe que esos superhumanos no existen y Ana sigue siendo solo humana. A veces le gustaría cambiarse de especie, y de género… no, solo de especie. A una menos pensante. La mente es su mayor atributo y la cuna de la mitad, sino más, de sus males. Un TEC, se dice… mejor no. dicen que incluso en coma la gente puede llegar a pensar.
A las tres y cuarto otro “clic” interrumpe la quietud. Sergio va descalzo, igual que ella, pero en vez de shorts y sudadera lleva una camisa color crema y boxers a rayas. Se sienta a su lado y apoya la cabeza en su hombro de canela, como si fuese a dormir mejor ahí que sobre un colchón. Tiene cara de jaqueca. Ana mete los dedos entre sus rizos oscuros y le acaricia el casco. Ahí no hay romanticismo. Para ella, Sergio pertenece a ese grupo de personas con los que no puede pasar nada, y sabiendo eso cada uno se pueden dar el lujo de la piel libre. Él está acostumbrado. La conoce hace trece años y hace varios menos que es su editor.
Ana siempre quiso tener un gato, pero le dan alergia.
- Mario? – La pregunta es retórica – parece que un hombre es lo ultimo que necesita en su vida.
- Lo que una persona quiere y lo que necesita es difícil de saber y casi nunca es lo mismo –
No dicen nada más. Al rato Sergio prepara té para ambos y le habla de una nueva editorial para sacar los cuentos que ha estado escribiendo. Ella responde que hace casi dos semanas que no puede tocar una pluma.
- Quizás podrías irte un tiempo a la casona de Doña Olga, a Paine. Pides unos días, te relajas y escribes. –
No hay respuesta. Migrar… no, no todavía. Sus mejores textos los hizo en un hoyo, cuando mataba por tirarse a la línea del tren. Hoy solo tiene un humor de perros (no mas que siempre, eso si). En Paine se relajaría y luego le vendría la rabia de nada y no podría escribir ni la fecha. No, mala idea migrar. Sergio debería saberlo. Le irrita que si quiera se lo plantee y le irrita más molestarse por eso. No es su culpa.
Diez para las cinco va a la pieza verde con una taza de manzanilla. Victoria ya esta lucida y tranquila – no todo lo tranquila que podría estar, solo lo suficiente. Cuando llega al kiosco compra el diario y Lucky Light (“si ya los voy a dejar”). Se queda mirando al violinista de la salida del metro. Lo reconoce y siente el impulso de hacerle un favor – según ella – a su hermana. Aunque se va a enojar si lo lleva sin permiso… Y qué tanto! Es que no se da cuenta?! – se le sale en voz alta. Sopesa las consecuencias de lo que esta a punto de hacer, si vale la pena o no, en los treinta segundos que tiene antes que el violinista se de cuenta de que lo miran fijo. Esta decidida. No quiere pensar en si la mueven las ansias de devolver la ayuda o algo mas egoísta. Ahora mismo, la verdad, tampoco le importa. Se encamina firme con la compra bajo el brazo y una moneda en la mano hacia la entrada del metro. “Ya me lo va a agradecer…”
Si la prudencia es un don, no es el de Victoria.
Hoy se contorsiona para sacar las llaves de la mochila sin dejar caer la bolsa del almacén y las cartas – cuentas, gastos comunes y una postal de Aguas Andinas – que lleva precariamente en los brazos. Deja los sobres en el suelo, junto al teléfono y entra a la cocina. Le quita la botella de vodka a Victoria, la deja destapada en la encimera junto al resto de las cosas y de la mano la arrastra como a un zombie hacia el baño. Todo lo hace con movimientos continuos y precisos, empezando uno antes que el otro termine. Como rutina, pero no lo es; Ana suele moverse con esa seguridad amedrentadora. Victoria se deja desvestir cual muñeca de trapo. La otra la mete a la ducha cuando el agua sale tibia. Junta la puerta, por el vapor, y se va a hacer almuerzo. Entremedio saca ropa limpia de la escuálida maleta de Victoria y la deja en el pisito negro del baño. Corta el agua y la envuelve en una toalla. “vístete, que vamos a comer”.
Ana es licenciada en periodismo y técnico bioquímico; lo primero mas que nada para vengarse de su madre y lo segundo por gusto. Siente una adoración infinita hacia las letras (per se) y le dan miedo los pelícanos. Se gana la vida haciendo críticas – a bares, libros, películas – y de vez en cuando publica algo en la editorial. Los miércoles y los viernes trabaja en el laboratorio del hospital desde las 8. En su cuenta reposan los rescoldos de la herencia de su padrastro, un medico internista fallecido ya hace once años.
Victoria juega con lo que le queda de fideos, moviéndolos de un lado a otro del plato con el tenedor. Aún se siente borracha, aunque mucho menos. De a poco recupera el control, se dice. El pelo claro se junta en mechones – por la ducha – y amenazan con meterse en su plato. Ana a no ha dicho nada. No tendrá nada que decir, piensa, así es ella. Aunque quizás esta esperando: quiere que este bien sobria para no tener que retarme dos veces. Se le antoja el vodka de la cocina, pero cada vez esta más duela de si misma y le duelen las tripas. También le duele la cara de puro pensar en mirar a Ana.
Algunos de los que frecuentan en piso lo consideran una especie de refugio; para guarecerse del trabajo, del clima, del carrete (pres y afters), de una crisis o, mas abstracto, de la realidad. A Ana eso le da risa, aunque no se ria (Ana no se ríe muy seguido). Ella no es ninguna enfermera, no es psicólogo ni asistente social (y menos eso último: social). Ella escribe y lee y prepara cultivos en plaquitas de vidrio. Y aun así la gente toca a su puerta en busca de cobijo. No es que le moleste, aunque casi siempre se la vea hosca. Antes le daba curiosidad, pero hace meses que lo tiene internalizado en su sistema. Los que llegan se someten a sus mínimas pero estrictas normas de convivencia, y el que no, ya sabe donde esta la puerta. No es difícil. Ella lo hace directo, serio, silencios. Simple. Como Ana.
El día anterior Victoria llego a eso de las siete y media e la tarde. Su ahora Ex la había dado de baja – por otra, dice ella – en un confuso revuelo de justificaciones y recriminaciones. La humillo. El golpe la pillo desprevenida entre un “cambio” de trabajo y la regla. Lloro, grito, destripo a insultos al pobre diablo, se comió un litro de helado de pistacho, lloro otra vez y se curo con vodka naranja. A las tres de la mañana vomito la vida en la tasa del baño mientras Ana le sostenía la cabeza y le limpiaba la boca con confort. En general, Ana sabe – intuye – lo que necesita cada uno cuando se le hunde el barco (ella no solo LEE libros ni ESCUCHA música (es melómana); es una teoría del por qué le llegan esos pajaritos dejados de la mano de Dios).
Ahora se acurruca junto al ventanal para aprovechar la luz. Toma el primer libro que pilla de entre los cientos que hay apilados aquí y allá en todo el departamento. En el equipo suena la cuarta, la pastoral. Victoria se acerca y la observa hasta que le devuelven una mirada neutra.
Victoria nació de trigo, mientras que su hermana menor es una castaña cruda. Ahora esta flaca, tal vez demasiado, después de años de esfuerzo. Ella no tiene tanta voluntad, pero si un mejor metabolismo. Su único titulo es el de secretaria. “Yo hablo fuerte y harto, por las dos. A ti te toco ser la inteligente. Con lo tuyo a mi me basta”, había dicho una vez. Ahora la mira y repite el pensamiento, con otras palabras, y la genética le parece injusta.
-Mírame – dice Ana – Te llamas Victoria Valdés del Carmen, eres mi hermana y estas en mi cas por que ayer terminaste con Mario. Eres alérgica a la penicilina y al pasto. En dos meses cumples 30 y el próximo martes tienes hora al ginecólogo a las 10. –
Victoria se toma su tiempo para degustar la realidad. Aun le duele, pero es necesario. Son cosas importantes, piensa, cosas que se me pueden pasar con la caña. Ana lo sabe. La vuelta al mundo podrá ser cruda, pero es efectiva y absolutamente necesaria. (Nuevamente) como Ana.
Cambia el peso del cuerpo hacia el muro. Espera un sermón que ruega no llegue nunca. Ella había jurado ley seca; llevaba sobria tanto tiempo…
- Si quieres dormir anda a la pieza verde, que Sergio esta en la amarilla y no hay que molestarlo. Te voy a despertar a las cinco para que compres el diario y te buscamos pega. –
Dicho esto vuelve la cara junto con toda su atención hacia el libro que sostienen sus piernas cruzadas. Victoria repite el plan en su mente. Si, eso hará. Se va camino a la pieza verde dejando atrás la pregunta de qué haría sin su hermana.
El “clic” de la puerta al cerrarse es sutil, aunque innecesario para saberse – por fin- sola en la sala. Ana deja el libro a un lado y se limita a mirar por la ventana. Tiene otra vez esa especie de absceso emocional. Se pregunta por qué no puede ser como la gente normal, como Victoria, cuando se siente así. No se, poner caras, quejarse, llorar, invadir casas ajenas, emborracharse… el tipo de cosas que hace todo el mundo cuando se va a la mierda. Ella no; eso le da el magnifico aspecto de un mármol incorruptible e infatigable. Pero bien sabe que esos superhumanos no existen y Ana sigue siendo solo humana. A veces le gustaría cambiarse de especie, y de género… no, solo de especie. A una menos pensante. La mente es su mayor atributo y la cuna de la mitad, sino más, de sus males. Un TEC, se dice… mejor no. dicen que incluso en coma la gente puede llegar a pensar.
A las tres y cuarto otro “clic” interrumpe la quietud. Sergio va descalzo, igual que ella, pero en vez de shorts y sudadera lleva una camisa color crema y boxers a rayas. Se sienta a su lado y apoya la cabeza en su hombro de canela, como si fuese a dormir mejor ahí que sobre un colchón. Tiene cara de jaqueca. Ana mete los dedos entre sus rizos oscuros y le acaricia el casco. Ahí no hay romanticismo. Para ella, Sergio pertenece a ese grupo de personas con los que no puede pasar nada, y sabiendo eso cada uno se pueden dar el lujo de la piel libre. Él está acostumbrado. La conoce hace trece años y hace varios menos que es su editor.
Ana siempre quiso tener un gato, pero le dan alergia.
- Mario? – La pregunta es retórica – parece que un hombre es lo ultimo que necesita en su vida.
- Lo que una persona quiere y lo que necesita es difícil de saber y casi nunca es lo mismo –
No dicen nada más. Al rato Sergio prepara té para ambos y le habla de una nueva editorial para sacar los cuentos que ha estado escribiendo. Ella responde que hace casi dos semanas que no puede tocar una pluma.
- Quizás podrías irte un tiempo a la casona de Doña Olga, a Paine. Pides unos días, te relajas y escribes. –
No hay respuesta. Migrar… no, no todavía. Sus mejores textos los hizo en un hoyo, cuando mataba por tirarse a la línea del tren. Hoy solo tiene un humor de perros (no mas que siempre, eso si). En Paine se relajaría y luego le vendría la rabia de nada y no podría escribir ni la fecha. No, mala idea migrar. Sergio debería saberlo. Le irrita que si quiera se lo plantee y le irrita más molestarse por eso. No es su culpa.
Diez para las cinco va a la pieza verde con una taza de manzanilla. Victoria ya esta lucida y tranquila – no todo lo tranquila que podría estar, solo lo suficiente. Cuando llega al kiosco compra el diario y Lucky Light (“si ya los voy a dejar”). Se queda mirando al violinista de la salida del metro. Lo reconoce y siente el impulso de hacerle un favor – según ella – a su hermana. Aunque se va a enojar si lo lleva sin permiso… Y qué tanto! Es que no se da cuenta?! – se le sale en voz alta. Sopesa las consecuencias de lo que esta a punto de hacer, si vale la pena o no, en los treinta segundos que tiene antes que el violinista se de cuenta de que lo miran fijo. Esta decidida. No quiere pensar en si la mueven las ansias de devolver la ayuda o algo mas egoísta. Ahora mismo, la verdad, tampoco le importa. Se encamina firme con la compra bajo el brazo y una moneda en la mano hacia la entrada del metro. “Ya me lo va a agradecer…”
Si la prudencia es un don, no es el de Victoria.
Corre, nena, corre
La pared estaba fria y humeda y olia a moho. Le helaba la espalda y por como estaba el suelo sus pies nadarian en la sopa que eran sus calcetines. Despues de casi cuarenta minutos manteniendo la misma posicion ya ni siquiera sentia el hormigueo en las piernas; Dudo que las nauseas desaparecieran tambien con el tiempo y se sintio agradecida de que su ultima comida estuviera ya a horas de su sistema.
¿Por que estaba ahi? Es algo asi como "una larga historia", pero antes de la larga espera hubo una pequeña persecucion - si tenia suerte aun no habrian notado su presencia - y un dialogo intermitente y escueto entre "los perseguidos". Ella habia frenado antes de dar la vuelta en la esquina del corredor y se habia quedado muy quieta en la oscuridad, afirmada entre el piso y la pared. Tan quieta y silenciosa que podria ver como el pulso movia toda su humanidad en milimetros, un palpitar inperceptible en cualquier otra situacion.
La conversacion habia terminado, asi como el ruido de sillas moviendose contra el suelo. Se sobresalto levemente al escuchar una puerta abrirse y una nueva voz entrar en escena - solo voz, sin pisadas.
El "nuevo" parecia ser viejo y estar enfermo, y el pasillo olia bien comparado con la rafaga de aire nauseabundo que llego hasta ella despues de su aparicion. Hablaba en un ingles prehistorico y trataba a "los otros" como alimañas. Medio minuto despues escucho dos pares de pies mas lejanos y una puerta cerrarse. Luego, silencio.
Se habian ido ¿verdad? quizas seria prudente esperar un poco mas antes de salir a echar un vistazo pero... ¿y si volvian? Comenzo a flexionar las piernas y a ponerse lentamente de pie. Oh por el grandisimo-! ahi estaba el homigueo en pleno control de sus extremidades. Y ahi estaba nuevamente el suelo. Gruño para sus adentros y penso en Uma Truman, en Kill Bill, e intento convencer a su anatomia que comparado con eso la mala (nula) circulacion no era nada.
Un par de minutos despues, de pie, su chaqueta y sus zapatillas en la mochila, el gorro sobre su cabellera ceniza y la bufanda bien puesta tapandole la boca, hizo la ultima revision auditiva del lugar. Nop, aparentemente aun no habia nadie ahi. Haz hecho cosas peores, se dice mentalmente, imaginate que eres la Kiddo y que tienes una katana en la mochila, y no un cuchillo de mantequilla... mejor aun, imaginate que eres Buffy (no lo puede evitar, el sarcasmo es parte de su vida).
Se dio cuatro segundos para acostumbrarse a la luz que brotaba al otro lado del pasillo. Avanzo primero despacio y luego a pasos rapidos y largos hasta la mesa del centro de la habitacion. Con el celular saco fotos de lo que encontro, asi como de lo que habia en los muros y el escaso mobiliario. Se acerco a la puerta y una corazonada la hizo apartarse al lado de las bisagras justo en el momento en el la puerta se habria de golpe y un aroma putrefacto invadia la estancia. Petrificada vio como "el otro", un estropajo de piel cetrina y escaso cabello, entraba cojeando y se sentaba en la silla mas proxima, de espaldas a la puerta. Balbuceaba en voz baja algo que sonaba a insulto y se movia adelante y atras en su puesto. Uso todo su autocontrol por controlar las nauses y con todo el sigilo que le permitian sus pies helados salio por la puerta habierta de la habitacion y se pego a la pared contraria. Luego miro donde estaba parada y lo que tenia en frente y murmuro lo unico que vino a su mente:
- Mierda!
¿Por que estaba ahi? Es algo asi como "una larga historia", pero antes de la larga espera hubo una pequeña persecucion - si tenia suerte aun no habrian notado su presencia - y un dialogo intermitente y escueto entre "los perseguidos". Ella habia frenado antes de dar la vuelta en la esquina del corredor y se habia quedado muy quieta en la oscuridad, afirmada entre el piso y la pared. Tan quieta y silenciosa que podria ver como el pulso movia toda su humanidad en milimetros, un palpitar inperceptible en cualquier otra situacion.
La conversacion habia terminado, asi como el ruido de sillas moviendose contra el suelo. Se sobresalto levemente al escuchar una puerta abrirse y una nueva voz entrar en escena - solo voz, sin pisadas.
El "nuevo" parecia ser viejo y estar enfermo, y el pasillo olia bien comparado con la rafaga de aire nauseabundo que llego hasta ella despues de su aparicion. Hablaba en un ingles prehistorico y trataba a "los otros" como alimañas. Medio minuto despues escucho dos pares de pies mas lejanos y una puerta cerrarse. Luego, silencio.
Se habian ido ¿verdad? quizas seria prudente esperar un poco mas antes de salir a echar un vistazo pero... ¿y si volvian? Comenzo a flexionar las piernas y a ponerse lentamente de pie. Oh por el grandisimo-! ahi estaba el homigueo en pleno control de sus extremidades. Y ahi estaba nuevamente el suelo. Gruño para sus adentros y penso en Uma Truman, en Kill Bill, e intento convencer a su anatomia que comparado con eso la mala (nula) circulacion no era nada.
Un par de minutos despues, de pie, su chaqueta y sus zapatillas en la mochila, el gorro sobre su cabellera ceniza y la bufanda bien puesta tapandole la boca, hizo la ultima revision auditiva del lugar. Nop, aparentemente aun no habia nadie ahi. Haz hecho cosas peores, se dice mentalmente, imaginate que eres la Kiddo y que tienes una katana en la mochila, y no un cuchillo de mantequilla... mejor aun, imaginate que eres Buffy (no lo puede evitar, el sarcasmo es parte de su vida).
Se dio cuatro segundos para acostumbrarse a la luz que brotaba al otro lado del pasillo. Avanzo primero despacio y luego a pasos rapidos y largos hasta la mesa del centro de la habitacion. Con el celular saco fotos de lo que encontro, asi como de lo que habia en los muros y el escaso mobiliario. Se acerco a la puerta y una corazonada la hizo apartarse al lado de las bisagras justo en el momento en el la puerta se habria de golpe y un aroma putrefacto invadia la estancia. Petrificada vio como "el otro", un estropajo de piel cetrina y escaso cabello, entraba cojeando y se sentaba en la silla mas proxima, de espaldas a la puerta. Balbuceaba en voz baja algo que sonaba a insulto y se movia adelante y atras en su puesto. Uso todo su autocontrol por controlar las nauses y con todo el sigilo que le permitian sus pies helados salio por la puerta habierta de la habitacion y se pego a la pared contraria. Luego miro donde estaba parada y lo que tenia en frente y murmuro lo unico que vino a su mente:
- Mierda!
Resurreción
Este lugar, si realmente es "algún lugar", consume todo lo que en él cae, incluyéndome. Lo destruye, lo rearma, lo cambia, lo vuelve a fragmentar continuamente, aunque eso no es del todo cierto. Nada de eso es seguro, pues el tiempo parece romperse también.
Es un espacio inconmensurable. Abismal. Jamás en mi escasa vida sentí tanto miedo; Jamás perdí de tal forma la razón entre el espacio y el tiempo y la realidad como en este momento. Ni siquiera el dolor es una certeza, tan desgarrador que no puede ser cierto y, sin embargo, ¿cómo podría no serlo?
Y en esta nada oscura que se adhiere a cada pliegue consciente de lo que me queda de humanidad, perdida en el caos absoluto, jamás pude ver con tanta claridad la "verdad". Apenas me di cuenta de esto la masa negra se transformó en una luz aun más cegadora que la oscuridad. Mis pensamientos materializados en huesos, vísceras, nervios, piel, sangre, volvieron a sentir la solides del suelo gracias a un tacto regenerado. Por primera vez en quien sabe cuanto tiempo mis pies tocaron la tierra, pero no como lo habrían hecho antes... no, nada seria como antes.
Es un espacio inconmensurable. Abismal. Jamás en mi escasa vida sentí tanto miedo; Jamás perdí de tal forma la razón entre el espacio y el tiempo y la realidad como en este momento. Ni siquiera el dolor es una certeza, tan desgarrador que no puede ser cierto y, sin embargo, ¿cómo podría no serlo?
Y en esta nada oscura que se adhiere a cada pliegue consciente de lo que me queda de humanidad, perdida en el caos absoluto, jamás pude ver con tanta claridad la "verdad". Apenas me di cuenta de esto la masa negra se transformó en una luz aun más cegadora que la oscuridad. Mis pensamientos materializados en huesos, vísceras, nervios, piel, sangre, volvieron a sentir la solides del suelo gracias a un tacto regenerado. Por primera vez en quien sabe cuanto tiempo mis pies tocaron la tierra, pero no como lo habrían hecho antes... no, nada seria como antes.
Número equivocado
¿Qué pasa?
Te vez alterada con el auricular suspendido en tu mano.
¿Recibiste una llamada? No, no es eso… tienes miedo de hacerla. No me digas que es mentira, por que lo tienes escrito en toda tu cara.
Te aterra que nadie conteste, pero pareces empeñada en ignorar el hecho y llamarás de todas formas… aunque te estás tardando demasiado.
¿Olvidaste el número, tal vez? Eso jamás. Podrías recitarlo hasta en sueños; lo has repetido demasiado como para olvidarlo. Solo estás reuniendo coraje para marcar.
Tu mano deja el teléfono y va a parar a tu cara, a tus ojos.
Los cierras con fuerza y haces ese además de arañarlos.
Te repugnan.
Detestas tener cualquier parte de otra persona, compartiendo tu sangre, plantados ahí en la cara. Pero en ese momento, luego del accidente, olvidaste el asco y dijiste “si, los quiero”, como si tu vida dependiera de ellos. El miedo a la oscuridad fue más fuerte que el resto de tus convicciones. Deja de lamentarte, no puedes quitártelos y tampoco lo harías si pudieras. Solo asúmelo: los necesitas.
Vuelves a tomar el auricular. Tus manos tiemblan, se nota a la legua. Aún así estás marcando el número.
Y ahora, esperas.
Aguantas la respiración mientras suena el tono de la línea ausente.
7 segundos. “Quizás está ocupado en algo más”; de seguro pensaste eso.
26 segundos. Ni siquiera él se demora tanto en contestar una llamada… deberías cortar ya.
43 segundos. No hay nadie ahí: eso es lo que te dice el teléfono.
Lentamente pones el auricular en su lugar. Tu mirada se pierde en algún punto indefinido y tu mentón tiembla levemente. Aquí es cuando repito: niña tonta, te lo dije. No hay nadie que conteste al otro lado, y sabes muy bien lo que eso significa.
¿Sientes cómo ese vacío se apodera de ti? Como una avalancha abalanzándose en el ruido blanco.
¿Lo sientes? Y tú pensabas que conocías el miedo… ahora lo vas a conocer;
Disfrútalo.
Te vez alterada con el auricular suspendido en tu mano.
¿Recibiste una llamada? No, no es eso… tienes miedo de hacerla. No me digas que es mentira, por que lo tienes escrito en toda tu cara.
Te aterra que nadie conteste, pero pareces empeñada en ignorar el hecho y llamarás de todas formas… aunque te estás tardando demasiado.
¿Olvidaste el número, tal vez? Eso jamás. Podrías recitarlo hasta en sueños; lo has repetido demasiado como para olvidarlo. Solo estás reuniendo coraje para marcar.
Tu mano deja el teléfono y va a parar a tu cara, a tus ojos.
Los cierras con fuerza y haces ese además de arañarlos.
Te repugnan.
Detestas tener cualquier parte de otra persona, compartiendo tu sangre, plantados ahí en la cara. Pero en ese momento, luego del accidente, olvidaste el asco y dijiste “si, los quiero”, como si tu vida dependiera de ellos. El miedo a la oscuridad fue más fuerte que el resto de tus convicciones. Deja de lamentarte, no puedes quitártelos y tampoco lo harías si pudieras. Solo asúmelo: los necesitas.
Vuelves a tomar el auricular. Tus manos tiemblan, se nota a la legua. Aún así estás marcando el número.
Y ahora, esperas.
Aguantas la respiración mientras suena el tono de la línea ausente.
7 segundos. “Quizás está ocupado en algo más”; de seguro pensaste eso.
26 segundos. Ni siquiera él se demora tanto en contestar una llamada… deberías cortar ya.
43 segundos. No hay nadie ahí: eso es lo que te dice el teléfono.
Lentamente pones el auricular en su lugar. Tu mirada se pierde en algún punto indefinido y tu mentón tiembla levemente. Aquí es cuando repito: niña tonta, te lo dije. No hay nadie que conteste al otro lado, y sabes muy bien lo que eso significa.
¿Sientes cómo ese vacío se apodera de ti? Como una avalancha abalanzándose en el ruido blanco.
¿Lo sientes? Y tú pensabas que conocías el miedo… ahora lo vas a conocer;
Disfrútalo.
Bilateral
¿Eres estúpido? ¡¿Qué no entiendes qué es lo que tienes que hacer??!
No me hables así
Disculpe señorito, ¿con manzanitas le resultaría más fácil?
No es lo que se debe hacer… no estamos haciendo lo correcto
¿A no? ¿Y dejar que te agarren con un tío sangrando hasta los ojos metido en tu maletero es lo que se debe hacer? No seas ridículo, hace siglos que nadie hace lo correcto… ¿Quieres volver a la jaula? ¿Ah?
¡Mierda, no! Pero esto lo empeoraría todo. Si se enteran de lo de Lui y lo de Gina y lo del bar… y luego encuentran al infeliz aquí tirado…
Maraca llorona, las has visto más negras. Todo este tiempo en sociedad te volvió débil
Tragó saliva y volvió a pensar en cómo salir del lío en el que estaba metido. Si tan solo no le doliese tanto la cabeza…
Ok, ok. Fui duro contigo. Empecemos otra vez ¿vale? revisemos tus opciones: puedes quedarte ahí y esperar a que te encuentren, o ponerle fin al asunto. Ya lo haz hecho antes y sabes que no es tan difícil, es más, después de la primera vez tu mismo dijiste que fue jodidamente facil ¿te acuerdas?. Además, aquí estoy yo para ayudarte. Lo sabes. Confía en mi… se un buen chico
Lo único que has hecho es cagarme la vida, ¿Por qué debería confiar en ti?
Ah no, no me pintes como el malo de la película, que tú sabes perfectamente cómo meterte en problemas sin la ayuda de nadie. Tu mismo mandaste tu vida a la mierda.
¿Por qué confiar en mi? Voy a armarme de paciencia y ponerlo de otra forma: o empiezas a confiar en mi o te pasas la eternidad luchando contra tus propios pensamientos, por que tu mente me sienta increíble y no pienso moverme de aquí. ¿Te queda claro? ¿Si? Deja de llorar. Bien. Ahora que está todo claro y sabes lo que tienes que hacer, haznos un favor a todos y tira del maldito gatillo.
No me hables así
Disculpe señorito, ¿con manzanitas le resultaría más fácil?
No es lo que se debe hacer… no estamos haciendo lo correcto
¿A no? ¿Y dejar que te agarren con un tío sangrando hasta los ojos metido en tu maletero es lo que se debe hacer? No seas ridículo, hace siglos que nadie hace lo correcto… ¿Quieres volver a la jaula? ¿Ah?
¡Mierda, no! Pero esto lo empeoraría todo. Si se enteran de lo de Lui y lo de Gina y lo del bar… y luego encuentran al infeliz aquí tirado…
Maraca llorona, las has visto más negras. Todo este tiempo en sociedad te volvió débil
Tragó saliva y volvió a pensar en cómo salir del lío en el que estaba metido. Si tan solo no le doliese tanto la cabeza…
Ok, ok. Fui duro contigo. Empecemos otra vez ¿vale? revisemos tus opciones: puedes quedarte ahí y esperar a que te encuentren, o ponerle fin al asunto. Ya lo haz hecho antes y sabes que no es tan difícil, es más, después de la primera vez tu mismo dijiste que fue jodidamente facil ¿te acuerdas?. Además, aquí estoy yo para ayudarte. Lo sabes. Confía en mi… se un buen chico
Lo único que has hecho es cagarme la vida, ¿Por qué debería confiar en ti?
Ah no, no me pintes como el malo de la película, que tú sabes perfectamente cómo meterte en problemas sin la ayuda de nadie. Tu mismo mandaste tu vida a la mierda.
¿Por qué confiar en mi? Voy a armarme de paciencia y ponerlo de otra forma: o empiezas a confiar en mi o te pasas la eternidad luchando contra tus propios pensamientos, por que tu mente me sienta increíble y no pienso moverme de aquí. ¿Te queda claro? ¿Si? Deja de llorar. Bien. Ahora que está todo claro y sabes lo que tienes que hacer, haznos un favor a todos y tira del maldito gatillo.
Charlas de cabina
El estacionamiento estaba prácticamente vacío. La puerta se abrió con un chasquido y al cerrarla, una ligera capa del mismo Santiago flotó en el aire.
- Buenas noches. Día duro, ah? No tienes muy buena pinta, pero apuesto que con un poco de descanso te sientes mejor… -
La chica apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y exhaló, formándose una pequeña nube de frío que murió en el aire.
- Ya se que estás pensando, chica. Tantas cosas que hacer y tan poco tiempo para ellas, y te lo tomas en serio, pero admite que matarías por un cartel de “no molestar” y un coma inducido de un par de meses. Vale, demasiado optimismo; nunca admitirías en serio y en voz alta algo como eso. Es la voz de tu subconsciente y ya se que lo que hay entre ustedes se parece mucho al muro de Berlín. –
Sacó las llaves de la mochila y las dejó en el contacto. Luego rebuscó en el bolsillo interior por un frasquito oscuro con etiqueta de letras rojas. Había sido difícil conseguirlo, pero valdría la pena. Estaba a punto de girar la tapa cuando la voz de la responsabilidad gritó escandalizada con un megáfono dentro de su cabeza: No podía tomarlo… no ahora, no antes de conducir (y menos a esa hora). Golpeó el volante con el puño y al segundo se arrepintió, pues el dolor la dejó sin aire. Se tapó la cara con ambas manos. “1 misisipi, 2 misisipis, 3 misisipis…” ni siquiera le quedaban cigarrillos “…sisipis, 10 misisipis”.
- Anda, no te pongas así… se que duele, pero que no se te olvide quien fue la que se escapó del doctor y le juró que tendría cuidado para no pasar otra semana en cama. Niña terca… como si los doctores no pudieran enfermarse también (y no salgas con eso de que no estoy enferma ni soy doctora). Mejor nos vamos. Entre antes llegues a casa antes podrás doparte y antes te vas a recuperar (o por lo menos no te harás más daño). Y que no se te olvide el cinturón de seguridad!
- Vale, Frank. Andando – Y puso a andar el auto.
Más o menos así habría sido la conversación – o el monologo, mejor dicho – en el asiento del VW Gol gris claro. Claro – pensó - en el caso de que los autos pudiesen hablar.
- Buenas noches. Día duro, ah? No tienes muy buena pinta, pero apuesto que con un poco de descanso te sientes mejor… -
La chica apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y exhaló, formándose una pequeña nube de frío que murió en el aire.
- Ya se que estás pensando, chica. Tantas cosas que hacer y tan poco tiempo para ellas, y te lo tomas en serio, pero admite que matarías por un cartel de “no molestar” y un coma inducido de un par de meses. Vale, demasiado optimismo; nunca admitirías en serio y en voz alta algo como eso. Es la voz de tu subconsciente y ya se que lo que hay entre ustedes se parece mucho al muro de Berlín. –
Sacó las llaves de la mochila y las dejó en el contacto. Luego rebuscó en el bolsillo interior por un frasquito oscuro con etiqueta de letras rojas. Había sido difícil conseguirlo, pero valdría la pena. Estaba a punto de girar la tapa cuando la voz de la responsabilidad gritó escandalizada con un megáfono dentro de su cabeza: No podía tomarlo… no ahora, no antes de conducir (y menos a esa hora). Golpeó el volante con el puño y al segundo se arrepintió, pues el dolor la dejó sin aire. Se tapó la cara con ambas manos. “1 misisipi, 2 misisipis, 3 misisipis…” ni siquiera le quedaban cigarrillos “…sisipis, 10 misisipis”.
- Anda, no te pongas así… se que duele, pero que no se te olvide quien fue la que se escapó del doctor y le juró que tendría cuidado para no pasar otra semana en cama. Niña terca… como si los doctores no pudieran enfermarse también (y no salgas con eso de que no estoy enferma ni soy doctora). Mejor nos vamos. Entre antes llegues a casa antes podrás doparte y antes te vas a recuperar (o por lo menos no te harás más daño). Y que no se te olvide el cinturón de seguridad!
- Vale, Frank. Andando – Y puso a andar el auto.
Más o menos así habría sido la conversación – o el monologo, mejor dicho – en el asiento del VW Gol gris claro. Claro – pensó - en el caso de que los autos pudiesen hablar.
Seis meses de muerte prematura
Llevaba su blusa favorita, la sin mangas. Me miró con esos grandes ojos castaños anegados en lágrimas. Su voz temblaba.
Me dijo que no lo soportaba más, que no era mi culpa y que me amaba como a nada en el mundo. Dijo que quizás algún día yo podría perdonarla. Repitió las mismas cosas una y otra vez, y tras un último “lo siento” tiro del gatillo.
Y yo, congelado en el umbral de la puerta con la bolsa de la farmacia en la mano, no pude hacer nada para detenerla.
De eso ya van seis meses, pero a veces siento que fueran años. Todas las noches me parece que hubiera sido ayer.
El psicólogo habla de Lucia como un taboo y de mí como un estúpido. No lo soporto. Él cree que me estoy recuperando y la verdad es que siempre he sido un magnifico actor.
No, no me estoy recuperando.
A veces pierdo las palabras, a veces pierdo el control. A veces apretó un gatillo imaginario contra mi frente y de vez en cuando se me olvida respirar… pero Lucia no quería eso. Lo hizo porque estaba enferma; su cuerpo ya no era suyo y torturaba su cabeza. Yo hice lo que pude para aplacar su dolor y se que estuvo agradecida del tiempo que pasamos juntos.
Se supone que nos encontraríamos al otro lado, muchos años después, pero siento que he muerto un poco cada día desde que ella lo hizo y a veces pierdo la fe…
A veces mi cuerpo parece no pertenecerme y no se cuánto más pueda soportar. Yo aún la amo como a nada en el mundo y, no se, quizás algún día podrá perdonarme.
Me dijo que no lo soportaba más, que no era mi culpa y que me amaba como a nada en el mundo. Dijo que quizás algún día yo podría perdonarla. Repitió las mismas cosas una y otra vez, y tras un último “lo siento” tiro del gatillo.
Y yo, congelado en el umbral de la puerta con la bolsa de la farmacia en la mano, no pude hacer nada para detenerla.
De eso ya van seis meses, pero a veces siento que fueran años. Todas las noches me parece que hubiera sido ayer.
El psicólogo habla de Lucia como un taboo y de mí como un estúpido. No lo soporto. Él cree que me estoy recuperando y la verdad es que siempre he sido un magnifico actor.
No, no me estoy recuperando.
A veces pierdo las palabras, a veces pierdo el control. A veces apretó un gatillo imaginario contra mi frente y de vez en cuando se me olvida respirar… pero Lucia no quería eso. Lo hizo porque estaba enferma; su cuerpo ya no era suyo y torturaba su cabeza. Yo hice lo que pude para aplacar su dolor y se que estuvo agradecida del tiempo que pasamos juntos.
Se supone que nos encontraríamos al otro lado, muchos años después, pero siento que he muerto un poco cada día desde que ella lo hizo y a veces pierdo la fe…
A veces mi cuerpo parece no pertenecerme y no se cuánto más pueda soportar. Yo aún la amo como a nada en el mundo y, no se, quizás algún día podrá perdonarme.
Un amor violento, Parte I
Entre el departamento más cercano y su ubicación actual había más menos diez minutos. Diez tortuosos e interminables minutos que la parecieron horas. Volvió a pedirle al taxista que fuera más rápido y le recordó con la mirada de que controlara su curiosidad y se abstuviera de hacer preguntas impertinentes. Mientras el taxímetro corría el abrazaba por los hombros a la personita que tiritaba a su lado con las manos metidas en su bolso de cuerina.
Pago de mala gana y se bajaron a tropezones del auto. El la tomo en brazos – no es que pesara mucho – hasta la entrada del departamento, abrió la puerta sin chapa y la llevo a la única habitación. Era necesario aprovechar el tiempo mientras pudiera mantener una calma relativa… por que luego vendría el pánico – siempre viene el pánico – y era urgente parchar las cosas antes que eso pasara.
Ella seguía sentada al borde del catre, temblando como una hoja, con la mirada fija en la pared de enfrente. Le castañeaban los dientes y la piel aporcelanada adquiría paulatinamente un tono poco saludable.
Con todo el cuidado del que fue capaz tomo una de sus muñecas y tiro del extremo del bolso. Alicia no se resistió hasta que Bastián trato de soltar la Colter, ya vacía, que aferraba con ambas manos.
- Alicia… Alicia, escúchame: dame el arma. Todo esta bien, suéltala –
Abrió la boca para responder pero ningún sonido salio de ella; se limito a negar con la cabeza y volver la vista nuevamente a la pared.
- Alicia mírame, mírame! ¿recuerdas quien soy? Si? Estoy de tu parte, voy a ayudarte con esto… me voy a quedar contigo, vale? Respira profundo y dame el arma.-
En cuanto aflojo los dedos (increíble que una niña tan delicada tuviese tanta fuerza) el tomo la pistola y la tiro bajo el camastro… ya se encargaría de hacerla desaparecer.
- Y-yo…yo
- Fue para defenderte, hiciste lo que tenias que hacer. Tranquila, vas a estar bien ahora.
- Le dispare a alguien! Le dispare y lo-
Entonces rompió a llorar. Se llevo las manos al cuello en un reflejo inconciente. Bastián volvió a abrazarla, susurrando palabras de consuelo hasta que termino de llorar. Si… después del shock siempre viene el pánico.
En cuanto se quedo dormida fue a registrar el departamento. Dentro de lo rescatable había una radio a pilas, una manta polvorienta y algo de café en la cocina. No habían cortado el agua, así que puso un poco a hervir y se dio un minuto para respirar.
No era la balacera lo que le preocupaba. Incluso sabia que el tipo en cuestión era algo perverso, algo no humano. No…le preocupaba "lo que pasa después de que le revientas la cabeza a una alimaña". ¿Por qué, después de meses de reunirse con el chupasangre, había reaccionado esta noche? ¿Acaso ella también podía verlo? Sabía que "esa" estaba en la ciudad. Había escuchado sobre ella un par de veces y sabia lo que pasaba cuando se te acercaba demasiado. ¿Es que Alicia también estaba condenada? Resbalo por la pared hasta el suelo y afirmo la cabeza entre las manos. El se lo había tomado bastante bien… no estuvo solo cuando le paso y hasta ahora se las arreglaba lo mejor posible para evitar todas esas cosas raras, para mantenerse al margen… pero, ¿Alicia? Sabía que se asustaba con facilidad, que era introvertida, tan frágil. ¿Por qué ella? Era injusto, maldita sea!
El sonido de pasos ligeros lo sacó de sus pensamientos. Ahí estaba ella, totalmente calmada, con los ojos enrojecidos y desenfocados.
- Ahora lo veo, Bastián. Esta todo claro. Ella me dijo que ocurriría y así fue. Así va a ser –
Luego enfocó la mirada en su nuevo compañero. Había miedo en sus ojos, si… pero también determinación. Y algo más, algo que asustó y maravilló profundamente al moscovita. Había fe.
Pago de mala gana y se bajaron a tropezones del auto. El la tomo en brazos – no es que pesara mucho – hasta la entrada del departamento, abrió la puerta sin chapa y la llevo a la única habitación. Era necesario aprovechar el tiempo mientras pudiera mantener una calma relativa… por que luego vendría el pánico – siempre viene el pánico – y era urgente parchar las cosas antes que eso pasara.
Ella seguía sentada al borde del catre, temblando como una hoja, con la mirada fija en la pared de enfrente. Le castañeaban los dientes y la piel aporcelanada adquiría paulatinamente un tono poco saludable.
Con todo el cuidado del que fue capaz tomo una de sus muñecas y tiro del extremo del bolso. Alicia no se resistió hasta que Bastián trato de soltar la Colter, ya vacía, que aferraba con ambas manos.
- Alicia… Alicia, escúchame: dame el arma. Todo esta bien, suéltala –
Abrió la boca para responder pero ningún sonido salio de ella; se limito a negar con la cabeza y volver la vista nuevamente a la pared.
- Alicia mírame, mírame! ¿recuerdas quien soy? Si? Estoy de tu parte, voy a ayudarte con esto… me voy a quedar contigo, vale? Respira profundo y dame el arma.-
En cuanto aflojo los dedos (increíble que una niña tan delicada tuviese tanta fuerza) el tomo la pistola y la tiro bajo el camastro… ya se encargaría de hacerla desaparecer.
- Y-yo…yo
- Fue para defenderte, hiciste lo que tenias que hacer. Tranquila, vas a estar bien ahora.
- Le dispare a alguien! Le dispare y lo-
Entonces rompió a llorar. Se llevo las manos al cuello en un reflejo inconciente. Bastián volvió a abrazarla, susurrando palabras de consuelo hasta que termino de llorar. Si… después del shock siempre viene el pánico.
En cuanto se quedo dormida fue a registrar el departamento. Dentro de lo rescatable había una radio a pilas, una manta polvorienta y algo de café en la cocina. No habían cortado el agua, así que puso un poco a hervir y se dio un minuto para respirar.
No era la balacera lo que le preocupaba. Incluso sabia que el tipo en cuestión era algo perverso, algo no humano. No…le preocupaba "lo que pasa después de que le revientas la cabeza a una alimaña". ¿Por qué, después de meses de reunirse con el chupasangre, había reaccionado esta noche? ¿Acaso ella también podía verlo? Sabía que "esa" estaba en la ciudad. Había escuchado sobre ella un par de veces y sabia lo que pasaba cuando se te acercaba demasiado. ¿Es que Alicia también estaba condenada? Resbalo por la pared hasta el suelo y afirmo la cabeza entre las manos. El se lo había tomado bastante bien… no estuvo solo cuando le paso y hasta ahora se las arreglaba lo mejor posible para evitar todas esas cosas raras, para mantenerse al margen… pero, ¿Alicia? Sabía que se asustaba con facilidad, que era introvertida, tan frágil. ¿Por qué ella? Era injusto, maldita sea!
El sonido de pasos ligeros lo sacó de sus pensamientos. Ahí estaba ella, totalmente calmada, con los ojos enrojecidos y desenfocados.
- Ahora lo veo, Bastián. Esta todo claro. Ella me dijo que ocurriría y así fue. Así va a ser –
Luego enfocó la mirada en su nuevo compañero. Había miedo en sus ojos, si… pero también determinación. Y algo más, algo que asustó y maravilló profundamente al moscovita. Había fe.
Down the rabbit hole
En ese momento solo podia escuchar dos cosas: la musica amortiguada al otro lado del muro y el sonido de su respiracion. Una mano fria busco la suya y la tomo con firmeza, mientras su par le acariciaba el cuello.
Se encontraban junto a la puerta, de cara a un espejo sucio que le devolvia la mirada. No lograba recordar con claridad como y en que momento habia entrado ahi con el hombre a sus espaldas, pero estaba segura de que no estaba tan ebria como para no saberlo. Lo ultimo que lograba recordar era el momento en que lo vio por primera vez y el le sonrio como nadie lo habia hecho nunca... y luego estaban en el baño de mujeres.
Comenzaba a bajar la guardia cuando la mano libre paso del cuello a su cintura. Entonces su acompañante le susurro al oido: "Es tu primera vez en esto, no es asi? Lamento profundamente estas deplorables circunstancias, pero prometo una mejor locacion para la proxima vez." Y basto tan solo con aquel suspiro que rozo su mejilla para que todos y cada uno de sus musculos volvieran a crisparse, tal como lo hace un animal cuando cae en cuenta de que se ha convertido en presa. El debio notarlo, por que volvio a hablar, aunque esta vez con la delicadeza con la que se trata a una muñeca de cristal, una voz sedosa... irresistible: "No te asustes; nada malo te va a pasar mientras estes conmigo. Cierra los ojos, Alicia, que te voy a enseñar el pais de las maravillas".
Fue como si un hechizo se apoderara de ella. Obedecio a sus palabras y se abandono a su suerte, o mejor dicho, a los caprichos de su actual "dueño". No... el alcohol no tenia que ver en esto. Nada de lo que hubiera probado jamas seria como lo que sintio a continuacion; y todo comenzo en la madriguera del conejo, aquel baño de la disco, con sus colmillos blancos mordiendole el cuello.
Se encontraban junto a la puerta, de cara a un espejo sucio que le devolvia la mirada. No lograba recordar con claridad como y en que momento habia entrado ahi con el hombre a sus espaldas, pero estaba segura de que no estaba tan ebria como para no saberlo. Lo ultimo que lograba recordar era el momento en que lo vio por primera vez y el le sonrio como nadie lo habia hecho nunca... y luego estaban en el baño de mujeres.
Comenzaba a bajar la guardia cuando la mano libre paso del cuello a su cintura. Entonces su acompañante le susurro al oido: "Es tu primera vez en esto, no es asi? Lamento profundamente estas deplorables circunstancias, pero prometo una mejor locacion para la proxima vez." Y basto tan solo con aquel suspiro que rozo su mejilla para que todos y cada uno de sus musculos volvieran a crisparse, tal como lo hace un animal cuando cae en cuenta de que se ha convertido en presa. El debio notarlo, por que volvio a hablar, aunque esta vez con la delicadeza con la que se trata a una muñeca de cristal, una voz sedosa... irresistible: "No te asustes; nada malo te va a pasar mientras estes conmigo. Cierra los ojos, Alicia, que te voy a enseñar el pais de las maravillas".
Fue como si un hechizo se apoderara de ella. Obedecio a sus palabras y se abandono a su suerte, o mejor dicho, a los caprichos de su actual "dueño". No... el alcohol no tenia que ver en esto. Nada de lo que hubiera probado jamas seria como lo que sintio a continuacion; y todo comenzo en la madriguera del conejo, aquel baño de la disco, con sus colmillos blancos mordiendole el cuello.
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