lunes, 29 de marzo de 2010

(Im) Prudencia II

Ana se queda con la mano en la manilla, como evaluando la posibilidad de cerrar la puerta que acaba de abrir. Son las seis de la tarde con ocho minutos y cualquiera que la vea en este momento pensará que su mente está completamente en blanco (o que rompió un aneurisma). Todo lo contrario, su cerebro es un hervidero de pensamientos, imágenes y sonidos; Está odiando profundamente a su hermana, junto a su impulsividad y su falta de tacto. Siente el pánico en las rodillas y una dicha extraña en la boca del estomago (esa propia de los sueños en que se piensa “maravilloso; pero menos mal que esto NO está pasando”) que bien podrían ser nauseas. Una voz mental llena de autoridad la obliga a mantenerse ahí en una pieza (sino, habría huido).

(Las expresiones faciales de Ana son sutiles, sutilísimas, cuando la emoción no es completamente obvia. Aún con esto, en los cuatro segundos de silencio frente a la puerta habría que ser estúpido para no poder leerle la cara.)

-Pasa, pasa – por cuatro segundos Victoria parece ser absolutamente estúpida – Ana, mira a quién me encontré en el metro. Nunca lo hubiese pensado. El destino a veces es tan… - “Macabro”, piensa Ana. La rubia entra como si nada seguida de su acompañante, que primero duda y luego la sigue por inercia más que por voluntad.
-En el kiosco de siempre no quedaban diarios, así que voy a buscar plata y salgo de nuevo. Y les traigo pancito también-.

Ana ya no la escucha. Un pedacito de su cerebro entiende que ella recoge el vuelto de alguna cosa de la cocina, que cierra la puerta al irse y adivina que se sonríe satisfecha. Una estrellita en la mano para Victoria, por su maldita acción del día.

Asume que lo invita a pasar a la sala y que él la sigue. “Perdona el desorden”, “tanto tiempo”, “cómo te ha ido”… ambos entablan una conversación superficial – como sus sonrisas – llena de fórmulas de cortesía y lugares comunes. No sabe cómo, pero de repente cada uno tiene una taza en la mano y se sientan en el único sillón largo de la estancia. La ironía se le sale incluso sin abrir la boca, no lo puede evitar: ¿De qué hablan dos seres humanos que no se han comunicado entre si en casi tres años?

Se sobresalta cuando Sergio aparece. Lleva pantalones esta vez y se ve impecable, recién duchado, aunque sigue descalzo. Se acerca con una sonrisa creíble, estrecha la mano del invitado y en poco tiempo arman una conversación como la gente. Amistades comunes, trabajo, aficiones, múltiples temas desfilan por sus oídos sin entenderse. Se guardan para digerirse, pero más tarde. Horas después Ana tratará de recordar qué fue de ella todo ese rato y el borrazo será comparable al peor despertar de domingo por la tarde.

Diez para las ocho vuelve a saberse sola y su sistema se pone en marcha. Sergio acaba de despedir al invitado, entra al departamento, cierra y al verla en su cara se mezclan el alivio y la irritación. Vuelven al sillón y no dicen nada; ambos planean detalladamente cómo torturar a Victoria cuando se digne a dar la cara.

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