lunes, 29 de marzo de 2010

(Im) prudencia III

Doscientos veinte pesos en lo que va de tarde. Floja tarde (más aún si la mitad de eso lo puso él). Tampoco es su día más brillante y el violín resiente los cambios de temperatura. Se despertó con caña y aún le duele la cabeza. Necesita un cigarro…

Sin previo aviso una moneda cae en el estuche, y él ya no toca. Raro. Desde su posición en el suelo se fija en el par de zapatillas que tiene enfrente. La duela de los pies lo mira con sus ojos castaños, esperando respuesta. Hace un rato se sintió observado y ahora entiende por qué. Se le escapa una sonrisa de pura sorpresa.

-Tocando en la calle, Fito… - chasquea la lengua, su tono de desaprobación le da risa. Hace siglos que nadie le dice Fito. – ¿Qué diría el profe Amadeo, oh santo patrono de la música, si te viera así?
-Con lo ciego que debe estar ni cagando me reconoce. Ojala me deje cien pesos, que sea-

Se miran y se largan a reír. Juan (por qué “Fito” es un misterio) se levanta, se abrazan y ambos se sientan en el suelo. Victoria le ofrece un cigarro y caen en el proceso de contarse la vida.

Si Victoria es de trigo, Juan es café con leche. El pelo corto es manso y se revuelve con la corriente. Como siempre, los pantalones parecen tener años encima y la camisa se arremanga hasta los codos. De chico se rompió la nariz andando en bicicleta, aunque hay que fijarse para notarlo. No lleva barba ni bigote; eso le da el aire del estudiante desaliñado que fue antes, incluso ahora que roza los treinta.

Media hora después Victoria pone cara de frío, de “me vestí en plan de voy y vuelvo” y que la polerita sin mangas no funciona a la sombra. Le propone que vayan al departamento que comparte con una amiga y así conversan con calma.
Caminan lento en contra del gentío. Juan le cuenta que está de profesor de historia y de música en un colegio de monjas, y que un par de alumnas le coquetean con descaro. Tallas van, tallas vienen. En la puerta Victoria se da cuenta de que olvidó la llave y tendrá que tocar el timbre. Pifia. No importa, se tiene confianza; Mario ha quedado – por ahora – en el más completo olvido.

A Juan algo le incomoda, pero prefiere hacerse el loco. No todos los días se encuentra uno con… El pensamiento queda a medias, se le cae la mandíbula: la “amiga” de Victoria acaba de abrirles la puerta y pone cara de pánico al verlo al otro lado del umbral. Se da cuenta del “plan” y se siente estafado. ¿Cómo no mencionar a Ana en todo ese rato? Claro… la conversación no había terminado.
Ana sigue igual. Un poco más flaca, el pelo más corto, pero sigue cargando el peso en una pierna, se fija, y sigue teniendo esos ojos pardos en los que podría perderse si no tiene cuidado. Recupera un poco de compostura conforme ella pierde el color de las mejillas en los escasos segundos de silencio. Finalmente, Victoria avanza. Él la sigue como un autómata un par de pasos y cuando ella se disculpa y se va, se siente estúpido. Duda si saludarla o no de beso. Ella se salta la parte del saludo y lo conduce a la sala. Hablan de cualquier cosa, incómodos. Le pregunta si quiere algo. Él responde que no, pero bueno ya, un café. No tiene que recordarle que le gusta dulce, con tres de azúcar, ella aún lo recuerda. Silencio. Escucha una puerta abrirse: hay alguien más. Alguien que ocupa una pieza. ¿Tendrá pololo? (realmente va a matar a Victoria cuando la vuelva a ver). No, es Sergio. Contiene un suspiro de alivio, por que Sergio viene a su rescate.

No mira su reloj, pero sabe que es tarde y debe irse. Quiere irse. Sergio lo acompaña afuera, hasta las escaleras. Se estrechan la mano otra vez y comparten una mirada de “lo siento… ya sabes como es Victoria”. Lo sigue con la mirada hasta que él entra al departamento. “Uf”. Está tentado a dejarse caer ahí mismo, pero le da susto que su amiga lo encuentre y lo obligue a volver. Camina a paso rápido hasta el metro y lamenta nuevamente la falta de cigarros. En eso se pone a pensar.
Está conciente de que cualquier encuentro, más uno como ese, habría sido chocante para ella, pero no esperaba que tanto! Hoy estuvo catatónica, fue un zombie. Llegué en mal momento, se apuesta, no le di tiempo de buscarse otra fachada más dueña de si misma. Se siente mal por eso. Piensa en lo guapa que estaba, aún en shock, y se ríe de si mismo por pensar en eso. Ellos no se ven ni se hablan, pero Juan nunca le perdió el rastro. A veces pregunta por ella, sutilmente, a algún conocido para saber cómo está. Lee sus artículos y está atento por si publica algo más. Hace dos años la vio en el metro y la siguió de lejos hasta el cambio de línea. Después de eso se sintió una mierda.

Todo ese tiempo le dio vueltas al asunto. Lo hace ahora llegando a su casa después de sentirla ausente tanto tiempo, y se vuelve a preguntar esas seis palabras malditas.
En otra parte, acurrucada en un sillón, Ana también piensa en uno de sus calvarios de siempre. Se estruja los sesos en busca de esa respuesta que no encontrará nunca:
“¿Qué fue lo que hicimos mal?”.

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