Ana tiene un departamento antiguo de tres dormitorios que heredo de su padrastro y vive sola la mayoría del tiempo. O al menos en teoría. De tanto en tanto le llega gente: familia, amigos, amigos de sus amigos…
Hoy se contorsiona para sacar las llaves de la mochila sin dejar caer la bolsa del almacén y las cartas – cuentas, gastos comunes y una postal de Aguas Andinas – que lleva precariamente en los brazos. Deja los sobres en el suelo, junto al teléfono y entra a la cocina. Le quita la botella de vodka a Victoria, la deja destapada en la encimera junto al resto de las cosas y de la mano la arrastra como a un zombie hacia el baño. Todo lo hace con movimientos continuos y precisos, empezando uno antes que el otro termine. Como rutina, pero no lo es; Ana suele moverse con esa seguridad amedrentadora. Victoria se deja desvestir cual muñeca de trapo. La otra la mete a la ducha cuando el agua sale tibia. Junta la puerta, por el vapor, y se va a hacer almuerzo. Entremedio saca ropa limpia de la escuálida maleta de Victoria y la deja en el pisito negro del baño. Corta el agua y la envuelve en una toalla. “vístete, que vamos a comer”.
Ana es licenciada en periodismo y técnico bioquímico; lo primero mas que nada para vengarse de su madre y lo segundo por gusto. Siente una adoración infinita hacia las letras (per se) y le dan miedo los pelícanos. Se gana la vida haciendo críticas – a bares, libros, películas – y de vez en cuando publica algo en la editorial. Los miércoles y los viernes trabaja en el laboratorio del hospital desde las 8. En su cuenta reposan los rescoldos de la herencia de su padrastro, un medico internista fallecido ya hace once años.
Victoria juega con lo que le queda de fideos, moviéndolos de un lado a otro del plato con el tenedor. Aún se siente borracha, aunque mucho menos. De a poco recupera el control, se dice. El pelo claro se junta en mechones – por la ducha – y amenazan con meterse en su plato. Ana a no ha dicho nada. No tendrá nada que decir, piensa, así es ella. Aunque quizás esta esperando: quiere que este bien sobria para no tener que retarme dos veces. Se le antoja el vodka de la cocina, pero cada vez esta más duela de si misma y le duelen las tripas. También le duele la cara de puro pensar en mirar a Ana.
Algunos de los que frecuentan en piso lo consideran una especie de refugio; para guarecerse del trabajo, del clima, del carrete (pres y afters), de una crisis o, mas abstracto, de la realidad. A Ana eso le da risa, aunque no se ria (Ana no se ríe muy seguido). Ella no es ninguna enfermera, no es psicólogo ni asistente social (y menos eso último: social). Ella escribe y lee y prepara cultivos en plaquitas de vidrio. Y aun así la gente toca a su puerta en busca de cobijo. No es que le moleste, aunque casi siempre se la vea hosca. Antes le daba curiosidad, pero hace meses que lo tiene internalizado en su sistema. Los que llegan se someten a sus mínimas pero estrictas normas de convivencia, y el que no, ya sabe donde esta la puerta. No es difícil. Ella lo hace directo, serio, silencios. Simple. Como Ana.
El día anterior Victoria llego a eso de las siete y media e la tarde. Su ahora Ex la había dado de baja – por otra, dice ella – en un confuso revuelo de justificaciones y recriminaciones. La humillo. El golpe la pillo desprevenida entre un “cambio” de trabajo y la regla. Lloro, grito, destripo a insultos al pobre diablo, se comió un litro de helado de pistacho, lloro otra vez y se curo con vodka naranja. A las tres de la mañana vomito la vida en la tasa del baño mientras Ana le sostenía la cabeza y le limpiaba la boca con confort. En general, Ana sabe – intuye – lo que necesita cada uno cuando se le hunde el barco (ella no solo LEE libros ni ESCUCHA música (es melómana); es una teoría del por qué le llegan esos pajaritos dejados de la mano de Dios).
Ahora se acurruca junto al ventanal para aprovechar la luz. Toma el primer libro que pilla de entre los cientos que hay apilados aquí y allá en todo el departamento. En el equipo suena la cuarta, la pastoral. Victoria se acerca y la observa hasta que le devuelven una mirada neutra.
Victoria nació de trigo, mientras que su hermana menor es una castaña cruda. Ahora esta flaca, tal vez demasiado, después de años de esfuerzo. Ella no tiene tanta voluntad, pero si un mejor metabolismo. Su único titulo es el de secretaria. “Yo hablo fuerte y harto, por las dos. A ti te toco ser la inteligente. Con lo tuyo a mi me basta”, había dicho una vez. Ahora la mira y repite el pensamiento, con otras palabras, y la genética le parece injusta.
-Mírame – dice Ana – Te llamas Victoria Valdés del Carmen, eres mi hermana y estas en mi cas por que ayer terminaste con Mario. Eres alérgica a la penicilina y al pasto. En dos meses cumples 30 y el próximo martes tienes hora al ginecólogo a las 10. –
Victoria se toma su tiempo para degustar la realidad. Aun le duele, pero es necesario. Son cosas importantes, piensa, cosas que se me pueden pasar con la caña. Ana lo sabe. La vuelta al mundo podrá ser cruda, pero es efectiva y absolutamente necesaria. (Nuevamente) como Ana.
Cambia el peso del cuerpo hacia el muro. Espera un sermón que ruega no llegue nunca. Ella había jurado ley seca; llevaba sobria tanto tiempo…
- Si quieres dormir anda a la pieza verde, que Sergio esta en la amarilla y no hay que molestarlo. Te voy a despertar a las cinco para que compres el diario y te buscamos pega. –
Dicho esto vuelve la cara junto con toda su atención hacia el libro que sostienen sus piernas cruzadas. Victoria repite el plan en su mente. Si, eso hará. Se va camino a la pieza verde dejando atrás la pregunta de qué haría sin su hermana.
El “clic” de la puerta al cerrarse es sutil, aunque innecesario para saberse – por fin- sola en la sala. Ana deja el libro a un lado y se limita a mirar por la ventana. Tiene otra vez esa especie de absceso emocional. Se pregunta por qué no puede ser como la gente normal, como Victoria, cuando se siente así. No se, poner caras, quejarse, llorar, invadir casas ajenas, emborracharse… el tipo de cosas que hace todo el mundo cuando se va a la mierda. Ella no; eso le da el magnifico aspecto de un mármol incorruptible e infatigable. Pero bien sabe que esos superhumanos no existen y Ana sigue siendo solo humana. A veces le gustaría cambiarse de especie, y de género… no, solo de especie. A una menos pensante. La mente es su mayor atributo y la cuna de la mitad, sino más, de sus males. Un TEC, se dice… mejor no. dicen que incluso en coma la gente puede llegar a pensar.
A las tres y cuarto otro “clic” interrumpe la quietud. Sergio va descalzo, igual que ella, pero en vez de shorts y sudadera lleva una camisa color crema y boxers a rayas. Se sienta a su lado y apoya la cabeza en su hombro de canela, como si fuese a dormir mejor ahí que sobre un colchón. Tiene cara de jaqueca. Ana mete los dedos entre sus rizos oscuros y le acaricia el casco. Ahí no hay romanticismo. Para ella, Sergio pertenece a ese grupo de personas con los que no puede pasar nada, y sabiendo eso cada uno se pueden dar el lujo de la piel libre. Él está acostumbrado. La conoce hace trece años y hace varios menos que es su editor.
Ana siempre quiso tener un gato, pero le dan alergia.
- Mario? – La pregunta es retórica – parece que un hombre es lo ultimo que necesita en su vida.
- Lo que una persona quiere y lo que necesita es difícil de saber y casi nunca es lo mismo –
No dicen nada más. Al rato Sergio prepara té para ambos y le habla de una nueva editorial para sacar los cuentos que ha estado escribiendo. Ella responde que hace casi dos semanas que no puede tocar una pluma.
- Quizás podrías irte un tiempo a la casona de Doña Olga, a Paine. Pides unos días, te relajas y escribes. –
No hay respuesta. Migrar… no, no todavía. Sus mejores textos los hizo en un hoyo, cuando mataba por tirarse a la línea del tren. Hoy solo tiene un humor de perros (no mas que siempre, eso si). En Paine se relajaría y luego le vendría la rabia de nada y no podría escribir ni la fecha. No, mala idea migrar. Sergio debería saberlo. Le irrita que si quiera se lo plantee y le irrita más molestarse por eso. No es su culpa.
Diez para las cinco va a la pieza verde con una taza de manzanilla. Victoria ya esta lucida y tranquila – no todo lo tranquila que podría estar, solo lo suficiente. Cuando llega al kiosco compra el diario y Lucky Light (“si ya los voy a dejar”). Se queda mirando al violinista de la salida del metro. Lo reconoce y siente el impulso de hacerle un favor – según ella – a su hermana. Aunque se va a enojar si lo lleva sin permiso… Y qué tanto! Es que no se da cuenta?! – se le sale en voz alta. Sopesa las consecuencias de lo que esta a punto de hacer, si vale la pena o no, en los treinta segundos que tiene antes que el violinista se de cuenta de que lo miran fijo. Esta decidida. No quiere pensar en si la mueven las ansias de devolver la ayuda o algo mas egoísta. Ahora mismo, la verdad, tampoco le importa. Se encamina firme con la compra bajo el brazo y una moneda en la mano hacia la entrada del metro. “Ya me lo va a agradecer…”
Si la prudencia es un don, no es el de Victoria.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario